Viajero desde
11/3/2020
Nick: HELIOGOBALO |
Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.
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Escribe el relato: julio
Miro por la ventana y te veo sentado en una silla del jardín apoyando los brazos en la mesita redonda, de hierro, bajo la sombra del laurel haciendo el crucigrama del periódico.
Me acerco con las dos cervezas y pongo la sin frente a él, me siento a su lado, miro sus manos arrugadas y llenas de manchas marrones abrir su lata, abro la mía, después de chocar las latas en un brindis tomamos un pequeño trago. Siento el fresco amargor del lúpulo bajando por mi garganta.
Presumo que debía ser a principios de la década de los 70 del pasado siglo por lo que yo debía tener siete u ocho años. Me había pasado toda la semana deseando que llegase el sábado a media tarde, para ver la película que llevaban anunciando todos los días por la única televisión que entonces existía. La película era nada más y nada menos que ¡¡la mujer pirata!! que más puede pedir la imaginación de un niño que está despertando a la vida: aventuras en mares remotos, barcos cargados de tesoros y piratas especialmente si son mujeres. Y entonces justo el jueves anterior llego mi padre con su propuesta de acompañarle en un viaje de trabajo que tenía que hacer ese fin de semana a Almería.
Esa simple en apariencia proposición convirtió un viernes que se suponía debía ser feliz y tranquilo en el día más difícil que había tenido que afrontar en mi corta vida. Un viernes angustioso donde no deje de debatirme conmigo mismo- Por un lado, estaba la mujer pirata y sus asaltos a galeones y luchas con espadas, por otro lado, la posibilidad de acompañar a mi padre a la misteriosa, lejana y desconocida Almería. Ahora puede parecer una tontería, pero para entonces yo no había salido nunca de Madrid más allá del viaje al pueblo abulense donde pasábamos las vacaciones estivales. Según me cuentan mis padres con dos años me llevaron a Marbella, pero para mí no cuenta. No tengo registrado ningún recuerdo de la Marbella pre Jet Set
Así que a las tres de la mañana del sábado mi padre entro en mi cuarto y me despertó. Me vestí rápido, somnoliento pero excitado le seguí a la cocina donde preparamos el desayuno, él café yo nesquik ambos unas galletas y poco después estaba sentado en el asiento trasero de nuestro coche en aquella época un R-6 azul. Un coche al que aún le faltaba un tiempo para que le bautizásemos como Manolito y por motivos que no vienen al caso le pintásemos en los laterales una banda plateada como si fuera el gran Torino de Starsky y Hutch, en versión España de los 70. A los pocos kilómetros de alejarnos de Madrid la autopista se transforma en una carretera de un carril por sentido, revirada y de asfalto pobre y mal pintada. A esa hora el tráfico era escaso y nos permitía avanzar con rapidez
En nuestro viaje pasamos por pueblos en esa época vibrantes y que la construcción años después de la autovía condenó a no ser más que un nombre en un cartel de autopista o directamente al olvido: Perales de Tajuña, Villarrubio, Olivares de Júcar, Honrubia….
Amanecía cuando llegamos a la ciudad de Murcia y por primera vez en mi vida me doy cuenta que el viajar te hace descubrir y ver el mundo de otra manera. Extrañado veo que en Murcia los automóviles llevan una matrícula que no comienza con la M como la de nuestro coche ni los otros coches de la calle donde vivimos. Me veo rodeado por decenas de coches con una placa que comienza con MU, mi padre ante mis preguntas me explica que las matriculas empiezan por la primera letra del nombre de la provincia a la que pertenecen, salvo aquellas, cuya primera letra coincida con la de otra provincia. Mi mente se expande y hace un rápido repaso a las provincias que estudio en el colegio y el mapa de España se llena de matrículas con letras diversas.
Sin detenernos cruzamos Murcia y nos dirigimos a Almería. La carretera se estrecha un poco más y el asfalto es aún peor, pero lo que más me llama la atención es que discurre entre altos árboles de grueso tronco que se alineaban a ambos lados de la carretera con su corteza rugosa encalada en blanco y su copa abovedada, producido por el roce de las cajas de los camiones que circulan entre Murcia y Almería, cubriendo la carretera y ocultándola del sol. Aquello era totalmente novedoso, y yo estaba impresionado y fascinado, nunca había circulado por una carretera así. La estrechez de la carretera, los juegos de luces y sombras, el blanco deslumbrador, el efecto túnel arbóreo provocado por aquella bóveda verde que, además, proporcionan una sombra de lo más refrescante que se agradece en una tierra desértica y seca donde se comienzan a ver los primeros invernaderos. Invernaderos que años después constituirán la única obra humana, esta sí, que realmente se ve desde el espacio y harán de esta zona la huerta de Europa. Después de un par de horas más de conducción y cogiendo un desvío llegamos a nuestro destino, el pueblo de Roquetas de Mar. Debe ser en algún momento tardío del invierno o comienzos de la primavera y el tiempo es desapacible. Está nublado, hace viento y amenaza lluvia. Circulamos por urbanizaciones donde casas y apartamentos están cerradas y parecen huérfanos a la espera de la llegada de sus ocupantes. Todo el conjunto, el tiempo. la ausencia de personas, las casas cerradas, las calles vacías me transmite una sensación de desolación, de tristeza y soledad. Muy poco después, al final de la calle llegamos al hotel donde mi padre debe poner en marcha la lavandería.
Al no ser aun temporada, el hotel está cerrado y no sé cómo mi padre consigue ponerse en contacto con el vigilante y por medio de él con el director del hotel. Tras una breve charla nos abren la puerta y nos dan una habitación. Creo que en mi vida he estado más asombrado que en ese instante, mi padre en ese momento se convirtió en mi héroe, a quién le importaban a esas alturas las aventuras de la mujer pirata. No cabía en mi de orgullo. No solo había conseguido que nos abriesen el hotel sólo para nosotros y que nos diesen una habitación, sino que también encendiesen la calefacción y el agua caliente. Todavía asombrado acompaño a mi padre por pasillos y escaleras vacías hasta a la zona de la lavandería donde están las grandes maquinas, lavadoras, secadoras, planchadoras, dobladoras que debe poner en marcha para la cercana temporada turística. Después de echar un vistazo y hablar con el director, me coge de la mano y me acompaña a la playa. Es una playa inmensa o a mí me lo pareció en aquel instante. Allí me comenta que tiene que trabajar, que me quedase ahí jugando, que no me fuese lejos y sobretodo que por nada del mundo se me ocurriese bañarme. Luego me enteraría que no me dejo realmente solo, que encargo al vigilante que de vez en cuando me echase un ojo. Así eran aquellos tiempos. Creo que nunca más he estado en una playa donde la única persona fuera yo, El día luce frio y nublado y el mar tiene un tono gris deslucido que afortunadamente no invita a bañarse así que obediente me quedo quieto jugando con la arena y recogiendo conchas que me meto en los bolsillos del abrigo y que luego daré a mi madre. No sé el tiempo que transcurrió antes de que mi padre apareciera nuevamente y me preguntase si tenía hambre. Ante mi respuesta afirmativa, cogimos el coche y fuimos en busca de algún restaurante que estuviese abierto.
La tarde transcurrió más o menos igual y cuando nos metimos en la cama mi asombro seguía intacto, No solo era mi primera noche durmiendo en un hotel es que además aquel edificio inmenso estaba ocupado únicamente por nosotros, aquello era lo más parecido a la magia que podía concebir. El domingo nos levantamos temprano y después de que mi padre terminase su trabajo, a media tarde comenzamos el camino de regreso a casa. A esas alturas el coche había decidido que también quería ser protagonista y no quería arrancar así que el par de veces que paramos en el trayecto tuvimos que dejarlo en cuesta para que luego deslizándose por la misma se pusiese en marcha. Recuerdo parar en un bar y comprar unos paquetes de almendras garrapiñadas y tomar un batido de chocolate y un donut. Lo siguiente que recuerdo es a mi padre despertándome a la entrada de Madrid y llegar a casa más allá de la medianoche. Aún veo a mi madre en bata asomada a la terraza esperándonos y yo deseando subir para darle las conchas y contarle todo y a la vez muerto de sueño. El ultimo pensamiento antes de dormirme que vino a mi mente es que estaba seguro que mis amigos de clase no me iban a creer.
Tomamos otro trago, tu despacio, yo con mi fea costumbre de trago largo. Los recuerdos se amontonan en mi mente. Sé que en algún momento fuimos un par de veces al Burgo de Osma, siempre por tu trabajo, a un convento para poner en marcha la lavandería y luego de eso pasear por sus calles porticadas, comer cordero, ver su catedral y descubrir que es una de la más antigua de España y la tercera en importancia tras Santiago y Toledo.
Era sábado y tenía examen de estadística en la Universidad, y fiel a lo que ya parecía ser una costumbre justo la tarde anterior me preguntaste si quería acompañarte a Valencia y ayudarte. Así que claro, entre las pocas ganas y tu oferta no me presente al examen. Curiosamente no fuimos en coche, sino que viajamos en avión, y me comentaste que era un trabajo rápido y que nos daría tiempo a hacer algo de turismo. Nada más aterrizar cogimos un taxi y fuimos al hotel donde teníamos que poner en marcha la maquinaria. La lavandería estaba en el semisótano, era un lugar grande, no podía ser de otra forma para albergar a aquellos gigantes, de paredes crudas en cemento y con un ventanal corrido de cristales sucios por las que apenas entraba luz, y en el que hacía un calor húmedo tremendo, haciendo hasta difícil la respiración. Calor que emanaba de lavadoras gigantes de tres tambores y con capacidad para 100 Kilos de ropa cada tambor, de aquellos rodillos, me enseñaste que se llamaban calandras, de 3 metros de largo y 1 de diámetro, llena su superficie de cientos de pequeños pinchos donde se prendían las pesadas mantas que nosotros habíamos ido a colocar y que se usan para planchar la ropa, de plegadoras de ropa que doblaban y empaquetaban sabanas con un apetito digno de Gargantua. Y la humedad del vapor que surgía de las tuberías que recorrían el techo, de las llaves que cerraban y abrían paso a unos sectores u otros, de los manómetros que estaban por todos lados. Al final el trabajo no fue tan fácil y terminamos más allá de las 10 de la noche y tú que con tu proverbial optimismo habías pensado que terminaríamos bastante antes no habías reservado alojamiento en ningún sitio. Después de varios intentos en hoteles más o menos respetables, acabamos durmiendo en una pensión de mala muerte, más picadero que pensión, y dormimos con la puerta atrancada con una silla. Al día siguiente tras una, ahora sí, breve visita para comprobar que todo funcionaba correctamente, y después por fin de pasar el día haciendo turismo por el centro de Valencia, nos dirigimos de nuevo al aeropuerto, donde sino perdimos el avión fue porque te recorriste todo el recinto buscándome, porque yo enganchado como estaba jugando a los marcianitos, no oía los avisos con mi nombre por megafonía.
Suelto una carcajada, como para no acordarse, digo, que mala nos supo y mira que dijimos al taxista que queríamos comer una buena paella y que incluso llamó a la central y todo para pedir referencias.
Tomamos otro trago y picamos de unas aceitunas que he llevado a la mesa.
¿Sabes? …
....
El siguiente viaje largo que hicimos podría ser lo que llaman en Hollywood una Buddy movie. fue en el verano del 92. Me propusiste ayudarte en el trabajo y así de paso me ganaba unas pelas, por entonces me encontraba en paro y hasta septiembre no empezaba mi nuevo trabajo. Yo que había estado proyectándome y preparándome para unas vacaciones de sofá y olimpiadas no lo dude y allí que nos lanzamos a la carretera. Para entonces el pobre Manolito, había pasado hace tiempo a mejor vida y lo habíamos sustituido por un R18. Este a diferencia de su antecesor nunca tuvo nombre ni fue tuneado, siempre fue el 18.
Nuestra primera parada fue en Sanabria, en el parador, un edificio feo, posiblemente sea el parador más feo de toda la red de paradores, con aspecto de chalet con ínfulas venido a menos. El trabajo, esta vez sí, no nos llevó mucho tiempo y nos permitió hacer turismo por la zona. Una visita al lago con baño en sus gélidas aguas incluido, aguas en las que me llamó mucho la atención las manchas que flotaban con los restos de bronceadores y cremas, pasear por las bonitas calles de Puebla de Sanabria, disfrutar de la comida además de por la noche andar buscando una mantita que en esa zona hace fresco, aunque sea verano y sobre todo quedarnos los dos boquiabiertos con las enormes bandadas de estorninos que, saliendo de unos árboles gigantescos, ¿olmos, álamos? que había a la entrada del pueblo, oscurecían el cielo al atardecer y lo más fascinante era ver como toda la nube maniobraba a la vez sin chocarse uno con otros y giraban al unísono en el cielo.
Salimos temprano de Sanabria para llegar a nuestra siguiente parada en el Parador de Tui. Este sí bonito y señorial, un enorme Pazo desde donde se ve Portugal. Recuerdo como me llamó la atención el estar sentados en un bar cerca del viejo puente metálico que salvando el Miño une España con Portugal y que en esa época aun servía de frontera, cuando al ir a pagar el hombre que estaba sentado en una mesa al lado de la nuestra tomando un café pidió la cuenta en escudos y el camarero no tuvo ningún problema en cobrarle en la antigua moneda portuguesa. Creo que allí me di cuenta que las fronteras no son más que líneas trazadas caprichosamente en un mapa pero que en la realidad no significan realmente gran cosa.
Un par de días después cuando termínanos nuestro trabajo, comenzamos nuestro largo camino que nos debía llevar hasta Vitoria creo que fuimos por la N340, imagino que te acuerdas como nos perdimos por los montes de la Galicia profunda. Vale lo reconozco, yo fui el que nos perdió ya que era el encargado de seguir el mapa, y tú de conducir. Nos metimos por una carretera que serpenteaba entre densos bosques de robles, castaños u eucaliptos en los que a sus pies crecían grandes helechos en la penumbra y en los que aun siendo verano rezumaban niebla, donde me preguntaba si nos cruzaríamos antes con la santa compaña o con el bandido Fendetestas. Pero no, únicamente nos cruzamos de vez en cuando con algún campo de maíz y alguna casa perdida medio vislumbrada entre la foresta. Al final acabamos en una remota aldea, ni nombre tenia, surgida de la nada en medio de la vegetación, donde paramos al ver el letrero de un bar. Lugar que al entrar pensábamos que estaba abandonado hasta que el dueño saliendo del interior, nos hizo pasar a la cocina de invierno, con su gloria y todo que tenía aquella cocina y bien que agradecimos aquel calor. Allí y mientras tomábamos un caldo caliente que nos reconforto, nos resituamos en el mapa. Una vez de nuevo en la ruta correcta y sin más despistes por parte del ayudante, llegamos en buena hora para comer y descansar a las afueras de León.
Era ya de tarde cuando llegamos a Vitoria y cruzando la ciudad vimos que eran las fiestas de la Virgen Blanca, en ese momento decidiste trastocar el plan inicial de dormir en Vitoria, efectivamente tampoco habías hecho una reserva, para avanzar unos kilómetros más y acabar en un hotel de carretera algo más cerca de nuestro destino final. ¿Te acuerdas de estar cenando en el restaurante del hotel, rodeados de camioneros y viajeros viendo la final de futbol de las olimpiadas y como saltó todo el mundo con el gol de Kiko? ¿De la mala noche que pasamos en aquella habitación, calurosa, mal ventilada y sobre todas las cosas ruidosa, pegada como estaba a la carretera por la que en ningún momento de la noche dejaron de pasar camiones y más camiones con destino Francia o que venían de allí? Nos levantamos temprano, más que nada por no seguir en aquella habitación que por falta de sueño y tras un café proseguimos nuestro viaje hasta nuestro destino, el precioso pueblo medieval de SOS de Rey Católico.
Es SOS un pueblo que en la parte interior de sus murallas se ha conservado como si no hubiese pasado el tiempo desde que Juana Enríquez reina consorte de Aragón diese a luz en este lugar a Fernando, luego conocido como el católico. Todo invita al relajo y al disfrute. Sus calles angostas y empedradas cerradas al tráfico, sus edificios con siglos a sus espadas, sus farolas, canalones y bajadas hechos en hierro fundido que se integran a la perfección con la piedra de los edificios, el silencio al caer la noche, nuestro – ahora sí- acogedor hotel situado en una coqueta placita, la cena exquisita en un ambiente tranquilo y agradable sentados en la terracita del hotel, mientras disfrutamos de un cuarteto de cuerda hasta las 10 de la noche con los músicos iluminados con velas.
Después de terminar de poner en marcha la lavandería del parador tocaba regreso a casa para recargar fuerzas, aquí nos separamos, después de un par de días de descanso tú seguiste viaje a terminar el trabajo en un par de paradores más, yo me quede ya en la casa, descansado y disfrutando de los últimos días de las vacaciones. Fue en este viaje te digo, cuando te convertiste en mi mejor amigo
Va a hacer ahora dos años que emprendiste un viaje al que te fuiste solo, un viaje que nos pilló por sorpresa a todos, para el que no estábamos preparados. Y muy poco después hicimos el que de verdad fue nuestro último viaje juntos, este seguro que te acuerdas fue cuando llevamos tus cenizas al pueblo y las esparcimos por el jardín. Me creerás si te digo que no me ha resultado fácil escribir esto, que un par de veces lo he dejado abandonado porque me dolía al escribirlo y no tenía ganas de seguir. Te extraño muchísimo papá. Te quiero.