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Nick: HELIOGOBALO

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 LISBOA

 Escribe el relato: julio

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Diga lo que diga el calendario, el invierno en Madrid comienza en enero, justo un poco antes o un poco después del día de Reyes. Es entonces cuando en esta ciudad el cielo se cubre completamente de nubes gris plomizo y las temperaturas diurnas difícilmente sobrepasan los 7º mientras las nocturnas suelen caer, o caían, a -3º o -4º, y un airecillo proveniente de la cercana sierra recorre como una cuchilla las calles madrileñas, haciendo que las gentes se arrebujen en sus abrigos, se cale los gorros hasta las cejas y se proteja el cuello con gruesas bufandas de lana. Así de esta guisa, abrigados hasta las orejas, nos presentamos Adriana y yo, en el aeropuerto de Madrid hace un par de semanas. Por una vez, íbamos con tiempo de sobra y habíamos hecho el check-in con antelación, y como esta vez no nos dejamos nada olvidado en las bandejas del control policial, llegamos con puntualidad y sin sobresaltos a la puerta de embarque así que a las 9:00 de la mañana estábamos tomando un café en el pequeño bar que se encontraba justo enfrente de nuestra puerta. Destino: Lisboa. El vuelo salió puntual y por esas cosas que tiene la vida como la poca duración del mismo y el cambio horario, casi se da la paradoja de llegar al destino antes de haber despegado del origen.  Por otro lado, Lisboa nos recibió con un día soleado y caluroso y que ya a esas tempranas horas de la mañana se presumía caluroso.

 

De las veces que he llegado a Lisboa, esta es la primera vez que lo hago en avión, siempre lo había hecho cruzando el imponente puente de Vasco de Gama y tengo que decir que me gustó el aeropuerto lisboeta. Un aeropuerto moderno, pequeño en apariencia, aquí entre nosotros deciros que cada día odio más los mega aeropuertos, accesible, aunque eso sí, no libre de errores. Cuando le preguntamos a la mujer del mostrador de información si era mejor el metro o el bus para llegar a nuestro hotel, la joven tras mirar en el mapa la dirección de nuestro hotel nos indicó que lo mejor era el autobús porque pasaba con bastante frecuencia y justo tenía una parada en la esquina de nuestro hotel. Tras estar veinte minutos esperando en la parada de los frecuentes autobuses, cuando al fin llego uno, el conductor nos informó que la ruta ese día estaba suspendida, debido a una “celebración”. Así que cogimos nuestras mochilas, afortunadamente no llevábamos mucho equipaje, y nos dirigimos a la cercana parada del metro. Tras luchar unos instantes con una de las máquinas expendedoras, conseguimos nuestras tarjetas y entramos en la linha vermelha. Ahora sí que no tuvimos que esperar mucho y al poco llego nuestro tren e iniciamos nuestro viaje subterráneo. Una vez más pude comprobar que en el metro lisboeta y sí exagero un poco, pero no mucho, nadie da una voz, nadie habla, nadie ríe, haciendo que pese al ruido de las ruedas contra los raíles la voz que anuncia las paradas y los transbordos se oye nítida y claramente. No hay grupos de adolescentes ruidosos, en los pasillos la gente camina charlando en voz baja pero no es solo en el metro, los lisboetas y los portugueses en general, son gente que habla quedo, pausadamente, sin sobresaltos, realmente por su carácter parecen más ingleses que latinos, aunque quizás también mi valoración tenga que ver con que nosotros llegamos desde Madrid, una de las ciudades más ruidosas del mundo.

 

Sin más llegamos al hotel, nos alojamos, desempaquetamos y nos dispusimos a dar un paseo, eso sí antes de salir nos cambiamos de ropa por algo menos abrigado dejando los abrigos en la habitación, ya que como dije Lisboa nos había recibido con un magnifico día, soleado y cálido más propio del mes de abril que de enero. Una vez en la calle y sin la necesidad de tener que hacer las obligatorias visitas a monumentos y edificios representativos, nos decidimos por vagabundear sin rumbo por la ciudad. Comenzamos nuestro paseo en la ajetreada Avenida de la Republica, y sin prisa comenzamos a descender hacia el parque de Eduardo VIII, haciendo recuento de los lugares que sobreviven desde nuestra última visita. Una vez que llegamos a la elegante Avenida de Liberdade y un poco después del monumento al marqués de Pombal, cogemos una pequeña calle a la derecha y abandonando la afamada avenida nos adentramos en la parte baja del tradicional barrio de Alfama.

 

Justo en ese momento, cuando hemos dejado atrás las calles elegantes y llenas de tráfico, comenzamos a disfrutar de la ciudad, de sus aceras empedradas, de sus barrios llenos de pequeñas casas abandonadas, de las calles estrechas y empinadas, de los edificios de coloridas fachadas cubiertas de azulejos y con ropa colgada a secar en cuerdas que van de ventana a ventana, de sus tiendas de antigüedades -posiblemente Lisboa sea de las ciudades que conozco aquella que tiene el mayor número de este tipo de  tiendas - de los colmados donde se vende de todo, de sus pequeños bares y restaurantes. Fue en uno de estos bares, exactamente tenía cinco mesas a disposición del público, donde entramos a comer el menú del día. No era la una aún, pero en Lisboa se come bastante temprano, por no decir que en España se come tarde y solo llevábamos encima el café del aeropuerto. Tras esperar un par de minutos a que una de las mesas quedase libre, el dueño a la vez que camarero y mientras nos ponía un mantel limpio, nos dictaba el menú.  Elegimos sopa de primero, siempre hay sopa de primer plato en los menús del día en Portugal, y de plato principal yo elegí arroz con pulpo y Adri eligió un  plato de carnes variadas, ternera, cerdo, pollo todo ello a la plancha e igualmente acompañado de arroz, para beber una botella de vino de la casa, que descubrimos consistía en una botella, muy bonita eso sí,  de litro que iban rellenado de un bidoncito  de esos de cinco litros de capacidad colocada en un rincón de la barra, para variar en lugar del típico queso de aperitivo, nos pusieron un platito de aceitunas, que al igual que hubiese ocurrido con el queso nos las cobraron al final. Una vez sentados y mientras esperamos nuestra comida nos distrajimos viendo a través de un cristal en la pared a la cocinera trajinar en la minúscula cocina ¿he dicho que era un local pequeño?  mientras terminaba de cocinar los diversos platos. Por la tele, encendida y colocada encima de la puerta de entrada, y fue una constate durante nuestra estancia en la ciudad únicamente ponían noticias relacionada con la muerte y exequias de Mario Soares, el antiguo primer ministro socialista. Vimos como la comitiva con el coche fúnebre, pasaba justo por la plaza donde estaba nuestro hotel y en ese instante comprendimos el motivo de las “celebraciones” que habían obligado a cerrar la ruta del bus que habíamos esperado por la mañana en el aeropuerto y que nos hizo preguntarnos si es que en Portugal tienen un oculto y muy desarrollado sentido del humor macabro.

 

Después de una pequeña espera y justo en el momento en el que nuestro apetito ya empezaba a ser un problema, llegaron el pulpo y la carne. Sin casi dar tiempo a que el camarero dejase los platos en nuestra mesa, comenzamos a comer, mientras que mi plato realmente estaba muy bueno, la carne de Adri no pasaba del aprobado, un punto demasiado hecha y seca la carne para nuestro gusto.  Estábamos terminando cuando llego el dueño-camarero, y con gestos de tristeza, nos dijo que se le había olvidado servirnos la sopa, que por favor le perdonáramos y que nos la servía en ese instante. Le dijimos que no se preocupase, que estábamos saciados, la verdad es que la cantidad era bastante, y que nos dijese que tenía de postre, elegimos un flan de chocolate y un pudding. Ambos resultaron excelentes. Y para terminar un imbatible e ineludible expreso, reconozco que tengo debilidad por la manera en que preparen el café portugués. Después de pagar y comprobar en la cuenta que las sopas no estaban incluidas, salimos del local y dispuestos a hacer la digestión comenzamos a subir hacia la parte alta de Alfama. En nuestro camino pasamos por delante de la preciosa fachada de la casa regional del Alentejo y por más tiendas que como no podía ser de otra forma se dedicaban a las antigüedades. Subimos lentamente por las empinadas calles hasta llegar al bonito y tranquilo y hasta ese momento totalmente desconocido parquecito de Braamcamp Freire, donde hay erigido un extraño monumento a un santo portugués lleno de ofrendas y exvotos de fieles agradecidos. Por lo que parece ser que el santo tiene fama de milagrero.

 

Nos sentamos en uno de los bancos del parque para disfrutar del agradable sol de la tarde y porque no decirlo descansar un poco. Tranquilos y relajados dejamos pasar la tarde, mientras observamos a los ancianos que hacen gimnasia en los diversos aparatos diseminados por el parque. Un rato después uno de los gallos, quizás envidioso de su famoso antecesor de Barcelos y que sueltos pululan por el césped, cacarea y decidimos que es el momento exacto de reanudar nuestro paseo. Por lo que levantándonos perezosamente de muestro asiento, comenzamos nuestro descenso hacia el Tajo.

 

En nuestro caminar sin un rumbo claro, pasamos por un barrio formado por edificios de cuatro plantas pintados de un color terroso algo desteñido y que tienen desconchones en su fachada que les da cierto aire más que decadente, melancólico muy portugués y que se mezclan con otros igualmente descuidados donde abuelas en bata, apoyadas en el balcón de sus casas pasan la tarde hablando entre ellas y viendo pasar a los transeúntes. Al final llegamos a la muy comercial avenida del Almirante Reis que poco después pasa a llamarse Avda. Palma. Una calle llena de vitalidad con múltiples marisquerías que muestran en sus escaparates gigantescos acuarios llenos de langostas y bogavantes y de comercios dedicados a vender artículos de hostelería y en los que no podemos evitar entrar para echar un vistazo a unas preciosas cataplanas, esa prima de la olla e hija del tajín, realizadas en bronce y valorando si nos la llevamos como auto regalo, opción que desistimos al recordar que solo tenemos dos mochilas y no muy grandes como todo equipaje. La calle tiene incluso un minúsculo barrio chino, con sus peluquerías, sus tiendas de todo a 1 €, sus restaurantes y supermercados donde se venden como en cualquier súper chino que se precie vegetales de extrañas formas, sopas en sobres con ideogramas gigantes de llamativos colores, licores con un mínimo de 60º de graduación y productos congelados que no sé muy bien si se comen o no.

 

La calle desemboca en la plaza de Martim Moniz, una plaza que parece querer llevar la contraria al resto de la ciudad. La última vez que estuvimos aquí, la plaza estaba en obras mientras el resto de la ciudad permanecía sosegada, ahora mientras la ciudad es un caos de calles abiertas y aceras levantadas, la plaza luce tranquila. Es una plaza que siempre nos ha gustado. Nos parece agradable, con su fuente en medio de la misma en forma de Nao, sus terrazas para sentarse a disfrutar de una cerveza, con niños jugando y los inmigrantes sentados en los bancos mientras en el suelo están extendidas sabanas donde exponen sus productos. También claro no pueden faltar las pintadas contra la gentrificación del barrio.

 

Seguimos descendiendo entre tiendas y almacenes de ropa, por la calle Palma hasta llegar a la plaza de Figueira, ya en pleno centro monumental, y donde aún están colocados pendientes de ser retirados los adornos de la reciente navidad. Cerca de la estatua que domina la plaza hay una parada de tuk-tuk, los motocarros que se han puesto de moda para hacer una rápida visita turística por la ciudad. Adri y yo los miramos divertidos, nos recuerdan a otro continente, a otro país y a otra ciudad. Cruzamos la plaza, evitando morir atropellados por alguno de los numerosos tranvías que tienen aquí su origen y destino y nos paramos a ver alguno de los escaparates de los múltiples comercios que abarrotan los bajos de los edificios, y que la dotan de personalidad. El de un hospital de muñecas, el de una tienda de quesos y vinos, el de una joyería que según reza en el escaparate es la más antigua de Lisboa.  Dejamos la plaza por la calle de la plata y nos dirigimos a nuestro destino final. Algún bar cercano al remodelado Mercado Central Lisboeta. Pasear por la calle de la plata es como hacerlo por otras muchas calles de otras muchas grandes ciudades del mundo, calles sin alma, a las que les han robado su historia, para traerlas al glamuroso siglo XXI, y que resulta ser sólo una sucesión de tiendas de multinacionales de ropa, de complementos, de zapatos, indistinguibles unas de otras con sus neones y sus músicas intercambiables, todas ellas situadas en los bajos de esos edificios lisboetas que tienen más pasado a sus espaldas que futuro por delante.

 

Tras llegar a la Plaza del Comercio, giramos a la derecha de la misma y seguimos con nuestra actividad favorita, callejear. Tras un rato de caminar sin rumbo fijo, pero eso sí fijándonos en bares y tabernas llegamos al jardincillo de la plaza de San Paolo, ya nos hemos decidido. Así que retrocedemos sobre nuestros pasos y entramos en un pequeño garito que habíamos visto al pasar. Un bar con ventanales que, desde la calle, dejan ver un interior entre rustico y moderno y del que sale una buena música brasileña. Nos sentamos y pedimos dos caipirinhas, de cachaza la mía, de vodka la de Adri. Por una vez y sin que sirva de precedente, nos sirven las bebidas acompañadas de un pequeño cuenco de palomitas. Bebemos despacio, disfrutando del atardecer lisboeta que se cuela por los ventanales, dejándonos acunar por la música, y entre trago y sorbo comentamos el paseo. El día pasa factura y nos damos cuenta de que realmente estamos agotados. Salimos del bar y cogemos el metro para dirigirnos de vuelta hacia la zona donde esta nuestro hotel.

 

Ya en la habitación, nos duchamos y descansamos un rato con idea de salir y buscar un bar por la zona que nos permita cerrar el día tomando un vino o una cerveza y algo de picar, objetivo que resultará más difícil de lo previsto. Una vez más confirmamos que no es fácil encontrar bares abiertos a partir de cierta hora por los barrios lisboetas fuera de las zonas más turísticas del Chiado o Barrios Altos. Tras un rato, tampoco mucho la verdad, callejeando por calles solitarias y bajo un viento frio que nos recuerda que en Lisboa también existe el invierno, y cuando estábamos a punto de darnos por vencidos, nuestro peregrinar tiene éxito y encontramos un sitio abierto. Es un bar no muy grande, con estética moderna, alejado de la típica imagen de un bar portugués.  Una librería, con libros y revistas en varios idiomas, ocupa la pared frente a la barra donde hay un grupo de hombres viendo el partido de futbol que emite la tele. De las tres mesas que tiene el local, un par de ellas, están ocupadas por dos parejas de mediana edad. Elegimos la mesa más cercana a la puerta y única libre.  Adri pide una copa de vino e increíblemente le ponen una botella de ½ litro D.O Douro, yo pido una copa de cerveza, buscamos en la carta algo para picar. El camarero, un hombre joven que nos habla en castellano, y muy amable nos indica que las tostas tienen mucho éxito. Dejándonos aconsejar pedimos una tosta tres quesos y una ensalada. Relajados, sin prisa, saboreando el vino y la cerveza charlamos del día, de las diferencias entre el carácter portugués y español. Nos traen la cena, efectivamente la tosta está muy buena. Pido una cerveza más, comemos con apetito, al terminar miramos la hora son las nueve de la noche. Durante nuestra cena y sin ser nosotros conscientes el local se ido quedando casi vacío, solo quedan dos de los hombres que acodados en una esquina de la barra y que, bebiendo una cerveza interminable, siguen absortos mirando el futbol. Permanecemos un rato más en el local, mientas terminamos de apurar nuestras bebidas, curioseamos las revistas son números atrasados del National Geographic en sus versiones inglesa y portuguesa, también hay algunas revistas sobre deportes y algún semanario sobre política portuguesa. Tras pagar, nos ponemos los abrigos que tuvimos la precaución de coger al salir del hotel, nos despedimos del camarero y tranquilamente desandamos el camino de vuelta hacia nuestro hotel.


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