Viajero desde
11/3/2020
Nick: HELIOGOBALO |
Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.
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Escribe el relato: julio
Trazando un amplio arco, abandonamos la autovía y avanzamos ahora por la carretera nacional. Rápidamente vamos dejando a nuestras espaldas las viejas y altas murallas, símbolo de la ciudad, que se van empequeñeciendo en el retrovisor hasta acabar pareciendo un castillo de juguete. Viajamos en dos coches y mirando por el espejo una vez más, comprobamos que el otro auto nos sigue. En el vehículo en el que viajo, los adultos charlamos animadamente sobre todo y nada a la vez; el grupo de consumo, la huerta, el consumo responsable y la vida en general, mientras los niños juegan en los asientos traseros de la gran furgoneta y el reproductor de cd’s desgrana los sonidos mestizos y reivindicativos de Lengualerta.
La carretera recta, amplia, con buen firme discurre entre prados insultantemente verdes, salpicados de miles de florecillas blancas, amarillas, violetas que son regadas por arroyuelos y ríos ahora crecidos por el deshielo, semiocultos por bosquecillos donde se mezclan álamos, chopos, y de vez en cuando algún sauce, todos ellos aún con sus ramas desnudas, esperando que avance la primavera para cubrirse de hojas. De vez en cuando cruzamos cerca de un pueblo, indistinguible del anterior y tan igual al siguiente, la misma iglesia con su nido de cigüeñas en el campanario, las mismas casas modestas construidas en piedra y ladrillo, las mismas calles vacías, la misma sensación de irrealidad, la misma fábrica de embutidos y jamones o muebles a las afueras que incluso comparten parte del nombre, recuerdo quizás de alguna etapa de la lejana reconquista. A lo lejos enmarcándolo y poniéndolo todo en perspectiva, nos acompañan inmutables las altas estribaciones de la sierra de Gredos con restos de nieve aun en sus neveros y picos más altos.
La carretera empieza ahora a doblarse y a empinarse sobre sí misma. A un lado de la misma hay pequeñas vallas levantadas en piedra moteadas de líquenes y que parecen llevar ahí desde el primer día de la creación, tan parte del paisaje que son el paisaje mismo, y que guardan pastos donde indiferentes a todo pacen terneras, de color negro o rubio, que dan fama a la carne de estas tierras. Al otro lado de la carretea se abre un despeñadero y en el fondo del mismo se vislumbra el cauce de un rio y un pueblo, que, pese a que son cerca de las once de la mañana de un magnifico y luminoso día primaveral, sigue sumido en las sombras. Según vamos ascendiendo, va bajando la temperatura exterior hasta llegar un momento poco antes de llegar a la cima del puerto en que pese a estar en el interior del auto, notamos que hace fresco y todos somos conscientes de que aquí en invierno tiene que hacer frio, mucho frio y que las pelonas que deben caer por la noche tienen que ser importantes y que un clima como este por fuerza debe marcar el temperamento y la forma de ser de las personas. Al poco y mientras con precaución vamos descendiendo, las temperaturas se van recuperando hasta terminar por encima de los 20º una vez que la carretera se amansa y vuelve a ser una inacabable y recta cinta negra. Miro por la ventanilla y ante nuestros ojos se ofrece nuevamente el paisaje netamente reconocible, tierras ahora verdes esperando ser labradas seguidas de tierras yermas en donde sobresalen rocas oscuras, aquí y allá pequeños arbustos solitarios parecen náufragos en un mar de tierra, de esta parte de Castilla.
Tomando un desvío a la izquierda abandonamos la nacional y avanzamos ahora por una carretera local. Peor señalizada, peor conservada, el asfalto más ruidoso, pero igual de recta que la nacional. Es un trayecto breve apenas cinco kilómetros en el que vemos decenas de cigüeñas que, con sus largas patas y picos, buscan su alimento en los encharcados prados. A nuestra derecha según el sentido de la marcha corre el rio Corneja según reza un cartel que está colocado en un lateral del puente con el que lo salva la carretera.
Seguimos las indicaciones que nos envían por “guasap” y entramos al pueblo. Un pueblo tan pequeño que ni siquiera tiene una fábrica de embutidos o de muebles a las afueras del mismo, con calles hechas de cemento y paisanos sentados en un poyo junto a la puerta metálica de su casa y que saludan con un gesto de bastón a la pequeña caravana de coches que les ha invadido esta mañana primaveral. Su nombre, en mayúsculas, está escrito en letras negras sobre un fondo blanco con ribete rojo en una placa a la entrada “Malpartida de corneja”. Es un pueblo como otros muchos de la España agonizante. Cien habitantes en verano, sesenta en invierno, el médico que pasa la consulta dos días a la semana, sin niños, en el que no hay comercios y toda la compra se debe hacer en el pueblo de al lado, algo más grande y poblado, y donde su única diversión aparte de ver la televisión son los sermones del cura los domingos. Pero son pueblos que pese a todo no se rinden, en los que lucha gente joven por sacarlos adelante, que buscan formas de mantenerlos con vida, que se implican en proyectos que tengan más calado y recorrido que el socorrido turismo rural. Gente como nuestro anfitrión, que nos está esperando de pie al lado de su inconfundible camioneta blanca, frente a la puerta de una casa, blanca y de puerta metálica, situada al final del pueblo, cerca del rio, y a él, le conocemos como “el ruso”.
El ruso cuyo verdadero nombre es Jesús, nació en este pueblo hará unos treinta y pico de años, tiene el pelo moreno y aspecto agradable, usa gafas, aunque lo oculte con el uso de unas lentillas y físicamente no es ni demasiado alto ni excesivamente delgado. El mote se lo pusieron, según nos contará después, en su juventud debido a sus simpatías izquierdistas, simpatías que no le han abandonado desde entonces. Descendemos de los coches y le saludamos con los habituales abrazos y besos. Nos hace entrar en la casa, donde dejamos las cosas. La casa es el antiguo despacho de pan de su padre y ahora está ocupada en parte por su octogenario y, como el estruendo que sale de la tele nos permite adivinar, sordo tío. Jesús nos comenta que desciende de una estirpe de panaderos, su padre era panadero y antes que él, su abuelo ya hacia pan en el pueblo, oficio que a su vez aprendió de su padre. Ahora ya no se hace pan en el pueblo, y hay que ir al pueblo vecino, Piedrahita, a conseguirlo. Pero que no se haga pan, no quiere decir que el viejo horno de leña ya no funcione. Si bien ya no hace olorosas hogazas, ni ricas barras de blanco pan castellano ahora se dedica a hacer madalenas, mantecados y bases de pizzas, todo ello elaborado con componentes ecológicos y de comercio justo que esos y no otros son los productos que Jesús junto con su amigo Jaume ofrecen en su proyecto y es por lo que nosotros los conocemos. Son los proveedores de nuestro grupo de consumo de estos productos en particular. Así resulta que Jesús, aunque haya estudiado veterinaria, es la cuarta generación de la familia que trabaja el horno familiar
Antes de comer nos propone dar una vuelta por los alrededores del pueblo y nosotros aceptamos encantados. Hace un día de primavera realmente espectacular, un cielo azul sin nubes, una ligera brisa que evita que pese al esplendido sol que luce haga demasiado calor y consigue una temperatura agradable. Paseamos entre prados llenos de margaritas y amapolas, donde pastan vacas y terneras, y campos labrados donde asoman los primeros brotes de trigo y centeno. La parte más asilvestrada, está compuesta por alguna encima, minúsculos bosquecillos de pinos piñoneros y jaras todavía sin flor. Entre las piedras a los pies de los rebollos asoman las familiares lagartijas, en el lateral de unos pinos vemos el frenético cortejo de unas ardillas. Jesús aparte de veterinario y panadero resulta ser ornitólogo aficionado y así, a la vez que nos comenta historias de su niñez nos va ilustrando de los diversos cantos de aves que amenizan nuestro paseo. Eso es una abubilla nos comenta al oír lo que para mí y hasta ese instante no era más que el canto indeterminado de un pájaro. Si os fijáis prosigue, son dos silbidos seguidos. Mirad dice en otro momento, allí encima de aquella roca, señalando con la mano un peñasco que hay a unos 20 metros del camino, hay una pareja de milanos. Nos vamos pasando los prismáticos de unos a otros para observar las aves. Este año, nos dice poco después ya de camino de vuelta a la casa, han anidado una pareja de águilas en la chopera.
Volvemos a la casa y nos paramos al lado del rio, el Corneja, que corre a escasos 10 metros de la vivienda, No me acabo de decidir si es un riachuelo con ínfulas o un rio tímido, es estrecho, no más de cuatro metros de ancho y con abundante agua proveniente del deshielo y que ahora están enteramente cubiertas de florecillas blancas. Observo también en un indicador de la buena salud del rio, como sus orillas están llenas de borujas. Desde la orilla contraria dos burros nos miran indolentes, inmersos en su mundo. No son pequeños, ni suaves, ni siquiera parecen de algodón, son solo una pareja de animales de color gris y negro respectivamente y de grandes orejas que hasta hace no tanto dominaban el paisaje de los pueblos de España y que ahora al igual que los pueblos están en peligro de extinción.
Ya en la casa, frente al horno y junto a una gran y maciza mesa de madera y mientras vamos preparando las pizzas, casi todas vegetales: tomate, cebolla, pimiento, queso salvo una que será de carne y tomamos unas cervezas, Jesús nos va contando cosas sobre el horno. Es un horno de obra, bastante grande por lo menos para mí que nunca he visto un horno de este tipo antes. Nos dice que lo construyo su abuelo, que la mejor leña, la que da más temperatura y dura más, es la de encina, que necesita una pequeña reparación y está pensando en hacer una colecta entre todos los grupos y gente a la que vende sus productos, aunque la palabra que realmente dijo fue “crowfounding”, para repararlo. Con unas inmensas palas que descuelga del techo, mueve y coloca las pizzas dentro del horno. Una vez terminada la tarea, las palas vuelven a su lugar en las alturas.
Abrimos unas cervezas más, nos cuenta que su afición por el baloncesto viene de que cuando era pequeño en el pueblo no había niños suficientes como para hacer un equipo de futbol y entonces no les quedó más remedio que hacer un equipo de baloncesto o, sacando de un cajón de la gran mesa unos pequeños papeles con cantidades impresas en el dorso, nos dice que son vales y que hace muchos años su padre los utilizaba de la siguiente forma. Cuando venía alguien del pueblo con harina, su padre le entregaba unos vales por la cantidad exacta de harina que le habían entregado para hacer pan y luego una vez su padre había amasado y horneado el pan, los iban canjeando por el producto elaborado. Según van saliendo las tandas de pizzas y sin darlas tiempo a que se enfríen, las cortamos y las vamos comiendo con buen apetito y con la ayuda de las palas vamos metiendo otras en el horno, predomina el buen ambiente y las risas. En un momento dado nos cuenta también los dos orígenes que se manejan para el nombre del pueblo. Lo de Corneja está claro, pasando el rio por el mismo pueblo, pero lo de Malpartida no lo es tanto. Una de las historias, más cartesiana y racional, dice que el nombre viene porque en su momento, se hizo mal la partición del terreno del pueblo entre las provincias de Ávila y Salamanca y así quedo indicado en el registro. La otra, mucho menos administrativa pero mucho más lúdica e interesante, indica que el nombre viene de cuando los pastores trashumantes abandonaban el pueblo con sus rebaños después de una noche de juerga y en la que había corrido vino en abundancia, con lo que, a la hora de la partida, las condiciones de los zagales no eran las mejores para proseguir su viaje. Cada uno pude elegir la que crea más veraz, pero todos nosotros, los once que somos no tenemos duda de cuál es la que preferimos.
Hemos dado buena cuenta de las pizzas y al final incluso ha sobrado algún pedazo, pequeño todo hay que decirlo, y dado que en el pueblo no hay un café ni un bar, tampoco tasca o taberna, decidimos dirigimos a Piedrahita, el pueblo vecino más grande y poblado. Allí sentados tranquilamente en una terraza a la sombra de los soportales, mientras degustamos un café y unos dulces, comentamos las bonitas casonas antiguas que forman la plaza del pueblo, su iglesia y su fuente. Al rato una vez descansados, Jesús nos propone subir al cercano puerto de Piedra Negra. Encantados aceptamos la sugerencia y poco después estamos de nuevo en los coches saliendo del pueblo. La carretera es estrecha, incomoda y empinada y gira y se retuerce sobre sí misma como si de una serpiente se tratará y quisiera abrazar a los vehículos y a nosotros con ellos, entre sus anillos. Cruzamos por delante de viejas granjas y nos paramos para ver gargantas rebosantes de agua. Según ascendemos, se comienzan a ver los primeros restos de nieve sucia en los sombríos de las cunetas. Aparcamos cerca de la pista de parapente y ala delta a 1900 metros de altitud.
Corriendo un cerrojo abrimos la cancela y pasamos al otro lado de la valla. Caminamos por la cima de la montaña. Al poco nos cruzamos con los primeros montones y restos de nieve, increíblemente limpios y sin mancillar, los críos no tardan ni un minuto en meterse a jugar y comenzar entre ellos y sus padres una batalla de bolas de nieve, los adultos más tímidos o quizás más cohibidos cruzamos la gran mancha de nieve por un lateral sin detenernos. Estamos en lo más alto de la montaña, la cuerda se llama, y la naturaleza nos ofrece un paisaje majestuoso, impresionante. A nuestros pies, se extienden las provincias de Ávila, de Cáceres y de Salamanca, y frente a nosotros los altos picos cubiertos de nieve de la sierra de Francia y de la sierra de Gredos donde sobresale sobre todos los demás el Pico del Moro Almanzor. El sol comienza a declinar y dota a todo de un color especial. El suelo, está cubierto de pequeñas florecillas, blancas y amarillas, que nacen en la zona donde la nieve derritiéndose se fusiona con el duro terreno de la zona y donde ya no hay nieve, esta todo cubierto de plantas verdes y marrones de diminuto tamaño y hierbas adaptadas al frio clima de estas cumbres. Plantas que cubren un suelo formado por turberas de un color oscuro casi negro. En las ondulaciones y hoyos del terreno se han formado charcas donde compiten por sobrevivir larvas de insectos, de renacuajos y de tritones. Mágicamente durante unos instantes, todo queda en silencio, los críos han dejado de hablar o están lejos y nosotros tampoco comentamos nada. Nuestra mirada se pierde en el infinito, observando el paisaje sin fin y sobre todo se nota la ausencia de cualquier sonido, es sobrecogedor no se oye nada, ni siquiera nuestros pasos, solo sentimos la mordedura del frio aire que siempre sopla aquí. Es la naturaleza en su estado más puro, sin adornos, sin intervención humana. Muy por encima de nosotros la figura vigilante de un águila nos sobrevuela.
Quizás ha pasado hora y media de paseo cuando decidimos volver hacia los coches. Lo hacemos despacio, como queriendo llenar, nuestra mente, nuestros pulmones, nuestros oídos, con los últimos recuerdos del día, con el último aliento del fresco aire, con el ultimo verde de la hierba o con la última visión al macizo montañoso. En el aparcamiento contrariamente a unos instantes antes, todo es vértigo y velocidad. Rápidamente nos dividimos y nos despedimos. Parte del grupo se dirige directamente a Madrid y otros llevaremos a Jesús de regreso a su casa.
Después de dejar a nuestro anfitrión en su casa y aprovechando la última luz de la tarde decidimos dar un pequeño paseo por Malpartida, pequeño no porque no quisiéramos ver el pueblo si no porque no da para más. Cuatro calles de casas humildes, sus patios cerrados por una gran puerta metálica ondulada, pintada de color verde, una iglesia- bonita eso sí- ocupando el lateral de la plaza y una triste fuente, de la que mana un chorrillo de agua, frente a ella. Casi lo que viene siendo un pueblo español de toda la vida, si no fuera porque ni siquiera tiene un bar. El único bar que había cerro hace un par de años y ahora es la vivienda de nuestro panadero. Poco después estamos haciendo el camino inverso a la mañana, las mismas terneras en los mismos pastos protegidos por las mismas vallas de piedra, los mismos viejos pueblos con las mismas casas, las mismas fábricas, la misma vieja ciudad amurallada, solo que ahora todo se difumina en la oscuridad. Después de un rato de conducción nos incorporamos a la autopista de múltiples carriles que con su incesante tráfico, su infinidad de luces que enmascaran y espantan la oscuridad que hasta hace poco nos rodeaba, con sus laterales cubiertos de restaurantes, gasolineras, sus modernos edificios de oficinas, sus anuncios de multinacionales y sus urbanizaciones sin fin, nos anuncian que llegamos a la gran ciudad.
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