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Nick: HELIOGOBALO

Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.

 HIT THE ROAD J...

 Escribe el relato: julio

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Nos hemos levantado temprano, ya que nos espera un viaje de algo más de cuatro horas en coche y conviene salir antes de que el calor apriete. Por fin, ayer por la tarde la doctora dio el permiso para viajar a Arturo. La mañana luce perfecta. Sonrío, al fin vamos a salir del barrio, cosa que en algún momento me pareció misión imposible. En los cinco días que llevamos en Belo Horizonte, en el corazón de Brasil, y debido primero a los problemas con los retrasos en los vuelos - que traían a la familia desde Argentina y Perú-  y que hizo que ese primer día nos lo pasásemos colgados al teléfono  buscando alternativas de vuelos por internet y que al final cuando todo parecía resuelto mi suegro Arturo no tuviese mejor ocurrencia que ponerse enfermo, enfermedad que acabo en un  ingreso hospitalario  para descartar un posible ataque al corazón y posterior reclusión en la casa,  lo más que me he alejado de mi “hogar” ha sido para caminar hasta una pollería situada cuatro calles más allá de la casa ya que el paseo diario  hasta el super de la esquina, no cuenta como alejarse.

 

Hasta que no acontece una situación de este tipo, el estar encerrado,  el miedo a lo que pueda ocurrir, no te das cuenta lo agobiante y claustrofóbico que puede ser el no poder salir cuando quieras  y que cuando lo haces únicamente sea para recorrer los escasos cuarenta metros que van de una esquina de la calle a la otra y si además enfrente tuyo tienes, separados únicamente por los escasos cinco metros de anchura que mide la calle, los altos muros de un colegio, la sensación de ahogo y de estar en una cárcel o ser el protagonista de una película de terror  se multiplican día a día.  Leído ahora con la perspectiva que da el haber pasado una pandemia encerrado en un minúsculo piso de Madrid y no en un bonito chalet con jardín, en medio del Brasil, que nos permitía tumbarnos en el césped, ver el cielo y disfrutar un poco del sol, la verdad es que lo anterior queda un poco llorica, pero en ese entones que sabíamos lo que nos iba a deparar el futuro.

 

Así que como digo contentos, por lo menos yo, metemos las maletas y los trajes, bien estirados para que no se noten las arrugas, en el maletero y nos subimos los cinco en el automóvil que está aparcado en el pequeño jardín delantero de la casa. Es un coche japonés bastante nuevo de color gris metalizado. Tras ajustarnos los cinturones de seguridad, y dando marcha atrás, salimos del jardín con la intención de unirnos al resto de la familia que ya está en nuestro destino. Nada más salir de la casa, giramos a la izquierda en la primera esquina, donde está la taberna que visitamos el primer día con sus sempiternos parroquianos y comenzamos a dejar atrás nuestro pequeño universo conocido. Tras cruzar un par de calles, empezamos a descender, al poco la cuesta se hace un poco más pronunciada. Llegamos a un cruce, giramos de nuevo a la izquierda y al poco en lugar de seguir descendiendo comenzamos a ascender la colina, pero ahora por la otra cara.

 

Mientras callejeamos, entre calles con chalets y pequeños edificios a ambos lados, voy mirando por la ventanilla. Belo Horizonte se extiende a nuestros pies y se desparrama por las colinas cercanas. Frente a nosotros en la lejanía, en el fondo de un pequeño valle entre colinas se levanta el centro de la ciudad compuesto por edificios no muy altos de entre tres y siete plantas. No se ven rascacielos ni edificios demasiado altos, tampoco y a diferencia de Rio se ven favelas. El resto de la ciudad, está conformada por bloques de tres o cuatro plantas, casas bajas y chalets como en el que hemos estado alojados, se nota que lo que sobra en América es espacio. Una vez en lo alto de la colina un nuevo giro, esta vez a la derecha y sin transición volvemos otra vez a descender por otra calle indistinguible de la anterior, las mimas aceras sin árboles, las mismas casas con jardín, los mismos rostros. Lo reconozco, estoy totalmente despistado, ahora mismo no sabría regresar a la casa desde la que hemos salido.

 

Al poco terminamos de descender la colina y llegamos a la incorporación de una autopista de circunvalación, acelerando nos unimos al tráfico. La circulación es fluida y transcurre sin incidentes. Marlon esposo de Natalia y nuestro anfitrión y conductor ha puesto música en la radio del coche. A los lados de la vía se suceden ininterrumpidamente grandes supermercados, lugares de venta de coches de segunda mano con sus patios cubiertos de banderines de colores, edificios de oficinas junto a bloques de viviendas, panaderías, fontanerías, tiendas de alimentación, talleres para bicicletas y de vez en cuando algún pequeño parque. Un par de kilómetros después pasamos un cartel indicador de una salida, dando el intermitente dejamos la autopista para inmediatamente introducirnos en otra, con más carriles y más tráfico. Según nos indica Marlon, estamos circulando por una autopista interestatal que une el sur con el norte de Brasil, avanzamos a buen ritmo y poco a poco vamos dejando la ciudad atrás, los pequeños comercios dan pasó a fábricas de cemento, aserraderos y carpinterías anexas, pasamos delante de una nave que parece dedicada a la transformación de alimentos, quizás un matadero o puede que una central láctea. Unos pocos kilómetros después los últimos indicios de la ciudad, fabricas abandonas y semiderruidas, han quedado atrás definitivamente, a la derecha e izquierda de la carretera vemos en la lejanía la silueta de un par de ciudades dormitorios. Adelantamos a inmensos camiones de siete, ocho e incluso nueve ejes.

 

Viajamos en silencio, solo se oye la música, rock norteamericano de los años 60 nada de bossa nova o samba, que sale de la radio que sigue encendida. Imagino que el estar haciendo este viaje, a un pequeño pueblo para celebrar una boda que, por un momento, por lo menos yo llegue a pensarlo, creímos que no íbamos a asistir nos hace ir absortos en nosotros mismos, encerrados en nuestros pensamientos, rumiando dios sabe que ideas Según nos hemos ido alejando de la ciudad el campo abierto ha ido ganando terreno y se ven grandes rebaños de vacas de esas blancas y negras, pastando indiferentes al tráfico de la carretera, el pasaje es verde ondulado por suaves colinas, aquí o allá se ven pequeños bosquecillos. De vez en cuando las vallas de alambre de espino que nos acompañan kilómetros y kilómetros, se ven interrumpidas por las elegantes entradas, construidas en piedra y con hierro forjado, a las haciendas que se ocultan en el interior. Vemos a gente montada a caballo pastoreando a las vacas. La carretera bien asfaltada, es aburridamente recta, y los kilómetros parecen tener más de mil metros, solo algún suave desnivel rompe la sensación de no avanzar que a veces se apodera de mí, el paisaje se extiende interminable y aburridamente igual ante nuestros ojos. Vacas, praderas, vaqueros, bosquecillos y haciendas. Vale, lo reconozco, pensé en mi ignorancia que el interior de Brasil sería un inmenso bosque, con algunos claros, cuando en realidad es lo contrario, un inmenso prado, muy verde y muy hermoso, con algún bosquecillo aislado, muy bosquecillo y muy aislado.

 

Al cabo de un par de horas, decidimos, en realidad es Marlon quién lo propone, hacer una parada. Así que salimos de la autopista para entrar en un área de servicio para descansar, estirar las piernas, tomar algo e ir al servicio. Debo decir que nunca antes había estado en un área de servicio igual. El lujo esta por doquier, el aparcamiento está cubierto por la sombra que proporcionan unas bonitas palmeras, cuidados senderos de grava que discurren entre un perfecto césped llevan a la cafetería, al inmaculado baño o a la gigantesca tienda de recuerdos. Frente a los edificios hay una zona infantil con columpios, unos niños juegan en el tobogán. Unos pavos reales andan despreocupados mostrando sus colas desplegadas por el jardín, lleno de fuentes y flores tropicales.  Dentro, en el restaurante todo varió, no por el sitio, amplios ventanales, luminoso, limpio, con vigas y techo de madera, sino por la comida. Tengo que decir que no le acabo de coger la gracia a los desayunos brasileños. Al igual que me paso con el paisaje, con el desayuno esperaba un festival de zumos de exóticas frutas tropicales, de buen y oloroso café, de pequeñas yucas fritas o quizás una selección de alimentos para mi desconocida. Pero nada da nada, zumo de naranja de los de toda la vida, café normalito y sándwiches de jamón de york y queso o las omnipresentes “bolinhas”, ya sean de gallina, de pavo o de queso.

 

Pasados unos 40 minutos y tras la visita de rigor al baño, volvemos a subir al coche y reanudamos el viaje, pero ahora, en lugar de Marlon la que conduce es Natalia, nuestra anfitriona y futura concuñada. Al poco de reanudar el viaje la silueta de unos inmensos bosques empieza a recortarse en el horizonte rompiendo la uniformidad del paisaje, por fin me digo y una tímida sonrisa se forma en mi cerebro. Según avanzamos, la silueta del bosque se va agrandando haciéndose más alargada y más alta, hasta ocupar todo el horizonte. Cuando nos acercamos lo suficiente para distinguir los arboles resulta que… mi gozo en un pozo, los bosques están formados por altísimos eucaliptos, miles de hectáreas repobladas con el árbol que más odio. La sonrisa muere antes de llegar a mi boca.  La autopista discurre ahora entre kilómetros de bosque replantado para satisfacer las necesidades de las empresas madereras y papeleras seguidos de kilómetros de bosques talados, donde solo crecen nuevamente pequeños y brillantes eucaliptos. Muchos kilómetros después, los grandes árboles-palo desaparecen definitivamente para dejar paso a un bosque bajo formado por pequeños arbustos, de formas enrevesadas. Al poco una señal semioculta por la maleza a la derecha de la carretera indica el desvió a la izquierda que nos llevará a nuestro destino. Pompeu 5 Km.

 

Saliendo de la autopista, cogemos la pequeña carretera que lleva al pequeño pueblo.  Es una carretera de un solo carril en cada dirección, y que manifiestamente necesita una nueva capa de asfalto y que se pinten las rayas.  Disminuimos la velocidad apartándonos un poco a un lado al cruzarnos con un gran camión lechero que ocupa gran parte de la calzada. Algo más adelante el bosque bajo desaparece y es sustituido de nuevo por prados con vacas y por grandes plantaciones de azúcar, de plataneros y de otros árboles frutales. Al poco empiezan a verse las primeras y humildes casas de Pompeu. Dejando la carretera, avanzamos despacio por las animadas calles, pasamos por delante de una pequeña gasolinera que hay al lado de un súper, Natalia saluda con un toque de claxon a algún conocido que devuelve el saludo con un gesto de la mano, torcemos a la derecha y avanzamos por una calle empedrada y con casas cuyas fachadas están pintadas de alegres colores rojo, verde, amarillo, azul y que parecen, como no puede ser de otra forma, sacadas de una telenovela brasileña. Nos detenemos ante la puerta abierta de una gran casona pintada de verde. Aquí es nos dice Natalia, mientas termina de aparcar. Tras desabrocharnos el cinturón, descendemos y salimos a la calle, fuera del microclima que proporciona el aire acondicionado del coche hace calor, de dentro de la casa nos llegan risas y multitud de voces en portugués y castellano. Cogemos nuestro equipaje y nos introducimos en la fresca penumbra de la casa.


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