Viajero desde
11/3/2020
Nick: HELIOGOBALO |
Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.
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Escribe el relato: julio
La calle huele a fresco y flores, de las hojas de los árboles y de las plantas caen algunas gotas, recuerdo de la lluvia nocturna. El aire está lleno del sonido que producen los pájaros. Tranquilamente cerramos la puerta y después de pasar el puesto policial caminamos calle abajo. Nos vamos acostumbrando a lo que será nuestro barrio por los próximos días.
Se suceden bloques de tres o cuatro plantas con casas unifamiliares de dos plantas, los espacios entre edificios están llenos de flores y de árboles que crecen salvajes. Muy de vez un coche sube o baja la calle velozmente, tocando el claxon. Nos adelantan niños gritando que van corriendo camino del colegio que hay un centenar de metros más abajo. Los muros de las casas y de las parcelas vacías están repletos de grafitis, la mayoría contra el mundial de futbol, otros a favor de Lula y de las luchas campesinas, los menos a favor de la canarinha
Antes de coger el metro entramos en una cafetería a desayunar y nos llevamos la primera sorpresa. Pedimos café, tostadas y un zumo. Ilusamente pensábamos que Brasil y por extensión sus cafeterías sería el paraíso de los zumos de frutas exóticas, pero la realidad es que solo sirven zumo de naranja y ni siquiera es recién exprimido es de bote.
Terminamos de desayunar y despacio nos encaminamos a la boca de metro. Pagamos y nos dirigimos al andén para coger el tren que nos llevara al mítico Maracaná. Aquí esperando nos llevamos la segunda sorpresa, en el suelo hay una línea rosa pintada en el suelo que indica donde parará el coche del metro, también rosa, que está reservado solo para mujeres.
Tras un viaje de unos 20 minutos nos bajamos en la estación y salimos al exterior, caminamos por la pasarela elevada que une la estación de metro con el estadio. Vamos rodeados de turistas tanto nacionales como extranjeros. El estadio desde fuera se ve majestuoso. Tras pagar la entrada caminamos por sus entrañas. Me extraña ver las camisetas de los equipos que componen la primera división de futbol brasileña colgadas de la pared unas al lado de otras. Caigo en la cuenta que es el estadio nacional, el estadio donde juega la selección y que es el estadio de todos. Se me hace raro, ya que provengo de una cultura donde cada club tiene su estadio y la selección no tiene campo propio. Vemos la copa Julet Rimet que Brasil posee en propiedad. Me asomo al graderío, me llama la atención que, a diferencia de por ejemplo el Bernabéu, no es tan alto, pero sí mucho más extendido. Viendo el estadio toma más valor si cabe la gesta de Uruguay. Tomo fotos como si fuera la primera vez que estuviese en un estadio. Un rato después estamos de nuevo en la estación esperando el tren que nos llevará de nuevo a Gloria, nuestro barrio.
El viaje transcurre tranquilo y después de salir y comprobar la distancia en el mapa, decidimos ir caminando hasta nuestro próximo destino, El famoso Pan de azúcar, Pao de Açúcar, en portugués. Andamos por calles arboladas y llenas de gente Me sorprendo, otra vez, de lo lejos que está mi ideario de la realidad, inocente de mi creía que todos los brasileños tendrían cuerpos esculturales, pero no hago más que ver cuerpos cercanos a la obesidad mórbida. Quizás la única excepción son los grupos de policías que parecen, seguramente lo son, miembros de escuadrones de la muerte. Cuerpos atléticos embutidos en ajustadas camisetas negras que llevan logos de unidades policiales y dibujos de calaveras, perros peligrosos o fusiles cruzados. En nuestro largo paseo pasamos por delante de tiendas de moda, tiendas de decoración y peluquerías caninas. Al otro lado de la calle se abren puertos deportivos y pequeñas playas, donde los chicos juegan al futbol. Cruzamos barrios con nombres que a mí se me hacen muy futboleros, Botafogo, Flamengo, Fluminense…
Cansados al fin llegamos a nuestro destino. Estamos al pie de la colina esperando para subir en el teleférico, pocos minutos después estamos en lo más alto del imponente peñasco. Paseamos despacio, disfrutando de la visita. Del helipuerto que hay en un lateral despegan, cada pocos minutos, helicópteros que llevan a turistas adinerados a dar un viaje por el aire. Miramos los precios. Bah, están verdes dijo la zorra. Las vistas que disfrutamos son impresionantes, por un lado, el atlántico surcado por todo tipo de yates y veleros y que refulge al sol del mediodía, al otro las famosas playas de Ipanema y Copacabana, a nuestra espalda al fondo, se vislumbra entre brumas y nubes el Cristo Redentor. A nuestros pies la ciudad con sus esplendores y miserias. Compramos una cerveza y nos sentamos en una sombra a disfrutarla mientras dejamos pasar el tiempo y decidimos donde comer.
Al final y tras descender nos quedamos en una de los restaurantes que hay en la cima de Urca, el más pequeño de los dos montículos que forman el Pan de Aazúcar y de donde sale el segundo teleférico que lleva hasta la parte más alta del segundo peñasco.
Es un sitio bonito, donde grandes arboles de tupido follaje dan sombra a las mesas y en los cuales se ven a pequeños monos rojos saltar de una rama a otra. Pedimos un par de cocos, que no se diga que solo alcohol bebe el hombre, que nos preparan delante nuestro y un par de platos ligeros para picar. Descubrimos que los monos además de juguetones son un poco ladrones e intentan cogerte la comida del plato si no estás despierto.
Dejamos que pasen las horas más calurosas entre agua de coco y el picoteo y viendo a los monos. Descendemos de nuevo a la calle y ahora sí, nos dejamos de caminar y cansados nos montamos en un taxi para que nos lleve a muestro siguiente destino. La playa de Ipanema.
Reconozco que según nos acercamos a la playa, la letra de Vinicius de Morales, va surgiendo sin querer en mis labios. Quince minutos después nuestros pies tocan por primera vez la blanca arena de la playa que se extiende interminable a ambos lados.
Andamos hasta que encontramos un lugar donde extender nuestras toallas. Nos quedamos en bañador y nos tumbamos un rato al sol. Miro como la gente juega en el agua, o a vóley en la arena. Sigo esperando cuerpos de escándalo y diminutos biquinis. La verdad, es que nada de eso se muestra a mis ojos. Decidimos bañarnos por turnos para evitar posibles robos. El agua esta deliciosa. La tarde pasa tranquila entre baños de agua y sol. Oímos risas y gritos, el sonido de las olas al romper en la arena. Compramos unas botellas de agua. Disfrutamos del cálido y suave sol del atardecer, al sur una ligera bruma oculta las colinas que cierran la playa en esa dirección. Poco a poco la playa se va quedando vacía. Decidimos que también es nuestro turno de irnos. Empezamos a recoger y nos damos cuenta que a Adri le falta el bolso, donde llevábamos la cámara de fotos pequeña y parte del dinero que teníamos para el día. Miramos y rebuscamos, levantamos la arena, miramos dentro de la mochila, debajo de las toallas, pero nada, está claro, nos han robado. Parados en la acera decidimos si acércanos a una comisaría y denunciar el robo o irnos directamente a casa. Pensamos que es tontería denunciar ya que no nos van a devolver el dinero ni encontrar la cámara, Lo siento porque nos hemos quedado sin recuerdos fotográficos de maracaná y del pan de azúcar. Así que paramos un taxi y elegimos volver a la casa y consolarnos con unas cervezas
Tras ducharnos y tranquilizarnos un poco salimos de nuevo de la casa y nos dirigimos al mismo bar que la noche anterior; nos sentamos y pedimos unas cervezas, Antartica por supuesto. Sentados, disfrutando de la cerveza en los pequeños vasos en que te sirven la cerveza en Brasil, seguimos pensando en que momento los hábiles rateros han aprovechado nuestro despiste y han hecho la semana o el mes y como reorganizar la agenda para cubrir el agujero hecho en nuestro presupuesto.
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