Viajero desde
11/3/2020
Nick: HELIOGOBALO |
Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.
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Escribe el relato: julio
Según dicen los manuales de autoayuda, la mejor forma de solucionar un problema es hacerle frente y justo en eso estábamos nosotros. Así que siguiendo el primer capítulo que nos dice que hay que empezar por reconocer que la “culpa solo es nuestra”, eso es lo que hacemos, mea culpa, mea culpa. Reconocemos que el hombre, el único con el que logramos entendernos lo había intentado, aconsejándonos varias veces coger el autobús, pero nosotros, aventureros, jóvenes, intrépidos y atolondrados queríamos ir andando. Así que el hombre rindiéndose a nuestra cabezonería y muy amablemente nos indicó el camino mientras acompañaba sus palabras con los gestos de sus manos. Primero seguid esta calle todo recto, luego al llegar a una plaza girad a la izquierda, luego veréis una fuente y luego…
Bueno pues justo en ese luego estábamos nosotros parados, mirando desorientados hacia los lados y lo único que tenemos claro es que nos hemos extraviado y no tenemos ni idea de donde estamos y lo que es peor, como llegar hasta nuestro hotel. Pero eso si todo culpa nuestra. Echando un vistazo a nuestro alrededor nos invade la sospecha, perspicaces que somos, de que quizás esta zona por donde andamos ahora, no sea la más recomendable de San Petersburgo para pasear; las aceras están rotas y sucias, basuras y cascotes se acumulan en las esquinas. Las farolas están rotas o sin bombillas. Los senderos de grava están descuidados y hay que andar con cuidado para no introducir el pie en algún agujero, mientras los restos de césped luchan por sobrevivir entre malas hierbas y arbustos que crecen de cualquier manera. Las bellas fachadas del Hermitage, las finas agujas del almirantazgo, los señoriales edificios que dan a la avenida Alexander Nevsky han quedado atrás y han sido sustituidos por feos y descuidados edificios de más de 10 plantas, con las fachadas descarnadas llenas de pintadas, recortándose contra la extraña luz, ni tan cálida que anuncie un amanecer aún lejano ni tan lánguida que de paso a un anochecer próximo, de un verano a las 11:30 de la noche y en los cuales grupos de vecinos, todos son hombres, están reunidos delante de los portales a la luz que proporcionan unas fogatas, que arden en unos bidones, bebiendo vodka. Hasta nosotros llegan sus risas y sus voces. Pasamos temerosos delante de ellos, procurando no llamar la atención. Un hombre grande, con paso vacilante se nos acerca y nos dice, más bien nos grita, algo en ruso. Está borracho. José y yo no decimos nada y seguimos andando. Desde otro grupo nos hacen gestos para que nos acerquemos. Desagradecidos que somos, ignoramos su amable invitación. Oímos el ruido de las botellas al romperse contra el suelo. Sin querer apretamos un poco el paso, mientras de reojo buscamos una señal que nos indique la cercanía de nuestro hotel o algún bar o comercio donde podamos preguntar, nada sólo una sucesión de bloques y más bloques.
Reconozco que más que miedo me empieza a entrar algo de inquietud. Vale, vale lo reconozco y como se dice en otro capítulo del manual, “la negación no es una opción”. Sí, tengo miedo, miedo a que a esos hombres les dé por dejar de beber, acercarse a nosotros y darnos de hostias. ¿Motivo? Son rusos y están borrachos, quien necesita más motivos. Además, ni siquiera tengo claro que no estemos andando en círculos, en este barrio claramente obrero y suburbial. Los edificios son idénticos unos a otros, altos, funcionales y feos. Todos ellos con su grupo de vecinos delante del portal bebiendo alcohol alrededor de una fogata, mientras hablan a gritos.
Pero como se dice, la noche nunca es tan oscura como momentos antes del amanecer y de pronto al fondo veo como se recorta un letrero, indudablemente es el neón de un bar. Pocas cosas sé en esta vida, pero reconozco un bar a metros de distancia. Nos acercamos a la luz como si fuéramos polillas atraídas por un fuego. Es un quiosco, que se halla en medio de una plaza que digamos no pasa sus mejores momentos, bancos destrozados y caídos en el suelo, esculturas que alguna vez significaron algo y que ahora no son más que piedras puestas unas encima de otras, fuentes con el caño cegado por un trozo de cemento.
El quiosco tiene forma circular y está todo acristalado, aunque los cristales mitad por suciedad mitad por ser translucidos, no dejan ver claramente el interior. Nada más entrar, me siento como el protagonista de esas pelis, donde un tipo entra en un bar y todos los parroquianos se giran al verle y él, ósea yo, en ese instante es consciente de que ese no es su sitio. Según avanzo a la barra noto como la gente deja sus bebidas y siento todas las miradas puestas en mí, me fijo en la pared y veo un pequeño neón que anuncia la cerveza ursus.
Llego a la barra y pregunto a la camarera, una mujer mayor, grande e indudablemente rusa, si habla inglés. Le entiendo el niet. En mi mejor ruso, pronuncio el nombre del hotel. Por la cara de la mujer es obvio que mi ruso está contraviniendo alguna de las leyes de la convención de ginebra.
La mujer me mira con cara de extraño extranjero que destrozas el ruso, té ayudaría si supiese que estás diciendo. De pronto, recuerdo que en algún lado llevo una servilleta de papel con el nombre del hotel. Le hago un gesto a la mujer y rebusco entre los bolsillos de la mochila y al fin la encuentro toda arrugada al fondo de uno de ellos. La estiro, compruebo que es legible y se la extiendo a la señora que la coge, la mira y sonríe. Yo no sé por qué sonrío también. Pronuncia el nombre del hotel, y yo me digo para mí que suena igual a como yo lo estaba diciendo. Sin demora, me indica cómo llegar, aunque claro me lo está diciendo en ruso. Yo intento seguirle el movimiento de las manos para hacerme una idea. Al final consigo entender, o eso creo, que tenemos que llegar hasta una gran avenida y luego girar a la izquierda y andar. Me pierdo en sus últimas palabras y gestos. Seguro que lo último que me está diciendo es algo así como no tiene perdida. En otro momento no hubiese dudado de tomarme en ese bar una cerveza, pero es tarde y aún tenemos que encontrar el hotel. Me despido de la camarera con un “spasibo”.
Ya fuera, respiro y miro a José, que no ha dicho nada desde hace rato y comenzamos de nuevo a andar. Un poco después efectivamente llegamos a una gran avenida profusamente iluminada que hace que el barrio que empezamos a dejar atrás, parezca aún más triste y miserable. Al otro lado de la avenida, discurre ancho y silencioso el rio Neva. Andamos como unos 10 minutos por la calle, solitaria y sin tráfico y cuando en mi corazón empieza de nuevo a crecer la sospecha de que nos hemos vuelto a perder, vemos al fondo alzarse la imponente mole de nuestro hotel. Según avanzamos el edificio crece ante nuestros ojos y ya delante de la gran puerta acristalada del hotel un fugaz pensamiento de volver al bar cruza mi mente. José ya está dentro del hotel y tengo claro que no me va a acompañar. Miro el reloj, son cerca de la una de la mañana y ya no queda ni rastro de luz, aunque tampoco puedo decir que sea noche cerrada. Pero como se lee en alguna parte del último capítulo del a estas alturas manido manual, “date el placer de negarte un placer”. Así, que más bien por cansancio y haciendo caso al sentido común, decido dejarlo para el siguiente día. Despacio entro en el hotel y me dirijo a recepción para pedir la llave de la habitación. Nunca volví.
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