Viajero desde
11/3/2020
Nick: HELIOGOBALO |
Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.
|
Escribe el relato: julio
Vale, este relato no tiene nada que ver ni con Kevin Costner, ni con los lakota, ni con una mujer llamada “en pie con el puño alzado”, ni siquiera con los titanka.
La realidad es que hemos quedado con Carmen y Claudia. para que pasen a recogernos en su vieja camioneta de mañana temprano. Reconozco que no sé si hemos trasnochado mucho, es curioso, al igual que no tengo ningún inconveniente para recordar las actividades realizadas por el día, suelo tener problemas para acordarme de lo realizado en las noches limeñas perdidas en su mayor parte en una difusa nebulosa de bares, garitos, huecos, chelas, reses y música, pero lo cierto es que cuando nos levantamos para tomar un café, tenemos bastante sueño y un poco de reseca, aunque creo que para ser justos la frase debería ser un poco de sueño y bastante resaca. Como sea, estamos terminando de arreglarnos y esperando a Jorge quien nos acompaña desde Madrid en este viaje, cuando nuestras amigas nos avisan de que están a menos de dos cuadras.
Antes de saludarlas le recuerdo a Jorge que la costumbre en Perú es un solo beso, y después de acomodarnos en el coche nos ponemos en marcha. Dejamos atrás Barranco y cogemos la carretera de la playa. Circulamos deprisa, incluso para un español, en Lima se conduce muy deprisa, cruzamos los barrios de Magdalena del Mar y de San Miguel, y nos vamos acercando a nuestro destino. Las calles están rebosantes de vendedores de emolientes, de jugos y frutas, de gente que se dirige a sus trabajos y de escolares que van camino de su escuela, de combis circulando a toda velocidad repletas de gente, de colectivos que van y vienen. Al poco, llegamos al Callao, y callejeamos para llegar al terminal del puerto. En un momento dado Carmen nuestra conductora se equivoca y en lugar de girar a la derecha y gira a la izquierda. En el interior del auto se monta un pequeño revuelo, Claudia comenta que ese barrio no es muy seguro, que la gente se tira al paso de los carros para hacer que paren y desvalijarlos.
Chola, le dice Claudia. gira a la derecha en la siguiente cuadra y da la vuelta. Mientras avanzamos para girar, miro el barrio por la ventanilla. No se distingue de ningún otro barrio humilde de la ciudad. Casas bajas pintadas en suaves colores, con ventanas y puertas enrejadas, algunas de ellas tienen construida una segunda planta y algunas otras muestran en sus techos inacabados los hierros desnudos de hormigón de las vigas, esperando crecer en un futuro, que se mezclan con tiendas de alimentos y pequeños negocios de telefonía. La imagen se completa con aceras de concreto, cemento, indistinguibles de la calzada, algunos árboles raquíticos desperdigados aquí y allá y un pequeño parquecillo de hierba descuidada con algunos juegos infantiles. Seguimos avanzando ahora por una avenida amplia y al poco vemos recortándose al fondo la imponente silueta del Real Felipe. Rodeamos la fortaleza, y entramos en la parte monumental del viejo Callao, casonas imponentes de impresionantes balcones corridos construidas en piedra y madera, edificios que rezuman historia y dignidad pese a su deterioro. Pasamos delante la comandancia naval y nos acercamos al terminal portuario. Aparcamos y salimos del coche. Hace una mañana muy de verano limeño, fresca y nublada. Andamos hacia la entrada del puerto, no hay mucha gente, nos cruzamos solo con oficiales de la marina de guerra peruana y algún marinero. Llegamos a la entrada y damos nuestros nombres y el motivo de la visita a un vigilante que está en la garita, el hombre nos indica un edificio cercano. Nos aceramos. Es una cafetería y justo al lado unos baños. Esta también una persona de la empresa turística, nos acercamos para hablar con ella, nos dice que debemos esperar unos minutos mientras se reúne toda la gente de la excursión.
Mientras esperamos que llegue el resto del grupo, damos una vuelta por el embarcadero, nos acercamos al viejo submarino “ABTAO” de la armada peruana que está amarrado cerca de allí y que ahora cumple su última misión transformado en un museo y cuya visita es uno de los alicientes turísticos de la zona. Recuerdo las sensaciones que me produjo entrar en él en una anterior visita al Callao. Si por fuera no da la sensación de ser excesivamente grande, cuando desciendes a su interior todo se vuelve más pequeño y minúsculo, no apto para claustrofóbicos. Minúsculos, son los pasillos, los catres, los espacios comunes, incluso estando las escotillas abiertas, da la impresión de que falta el aire, el barco no solo es que sea estrecho y no muy alto es que además esta atiborrado de aparatos, relojes, barómetros, manivelas y maquinas. Realmente te llega a parecer increíble que en ese reducido espacio puedan vivir, trabajar, moverse, respirar y trabajar cuarenta personas, sin acabar todas locas y sin matarse unas a otras. Se hace aún más increíble al pensar en el navío navegando sumergido y que lo único que te separa de la muerte es una fina pared de acero. Reconozco que hay que tener valor para estar y navegar en uno de esos cacharros.
Nos fijamos en que junto a la mujer con la que hablamos un rato antes, se ha ido reuniendo un grupo de gente, dejando nuestro paseo volvemos junto a la mujer, debemos ser unas treinta personas en total. Nos comenta un poco en que va a consistir la excursión, que veremos, cuál será el itinerario y nos dan los chalecos salvavidas y nos dirige hacia el barco que nos conducirá a las Islas Palominos. Aprovecho la cercanía para hacer una visita al baño antes de subir al barco. No sé si es un barco pequeño o una barca bien grande. Jorge, Adri y yo, nos sentamos en la primea fila de asientos en el lado de babor justo en la proa, Carmen y Claudia se sientan al otro lado, en estribor y un par de bancos detrás. Despacio vamos abandonando el puerto. Aunque al fin es una mañana soleada, según el barco va cogiendo velocidad el aire fresco del mar y las salpicaduras que produce la embarcación al cortar las olas hace que no moleste la ligera cazadora que llevo puesta.
A los pocos minutos de haber salido del seguro resguardo que proporciona el puerto nos acercamos a la isla de San Lorenzo, una isla que con sus 8 kilómetros de largo y 2 de ancho es la mayor del Perú. En este momento caigo en la cuenta que es la isla que se ve desde cualquier punto de la costa verde cuando miras al horizonte. Pese a su tamaño es una isla deshabitada ya que no posee ninguna fuente de agua potable y las lluvias son siendo optimistas tirando a escasas. Pese a esto o, quizás por ello mismo la isla fue objeto de visitas y veneración por las culturas prehispánicas y utilizada por ello como cementerio. En tiempos más recientes, hubo aquí una base naval que tuvo entre sus últimos moradores a Abimael Guzmán, el líder del grupo terrorista Sendero Luminoso y a Víctor Olay Campos líder del también terrorista MRTA. La isla actualmente es de acceso restringido ya que aquí está ubicada la casa de la playa de la familia presidencial ¿no os lo creéis? Pues es cierto. Otra cosa es que la casa haya ha sido utilizada por la familia del presidente de la república en algún momento de los últimos 80 años.
Tras haber disminuido la velocidad para observar la isla, el barco va cogiendo de nuevo velocidad y nos dirigimos al canal que separa la gran isla de su vecina, la más pequeña isla del Frontón. Un pequeño islote donde en tiempos hubo un penal y del que hoy solo quedan algunas ruinas. Ahora la islita es utilizada por excursionistas que vienen a pasar el día. El canal es un mar burbujeante de blanca espuma ya que aquí se unen las impetuosas y salvajes aguas del mar abierto con las más calmadas aguas del interior. El capitán, nos indica que no nos preocupemos pero que para salir a mar abierto tendremos que pasar por ahí y que el barco se moverá un poco.
Después de efectivamente movernos un poco al cruzar el pequeño canal salimos al Pacifico. Aunque esta soleado hace fresco y me pongo un chubasquero por encima del chaleco salvavidas. El mar nos dice el patrón esta hoy algo picado y esto unido a nuestra velocidad hace que nuestra embarcación vaya cabeceando y dando pantonazos, reconozco que no se si esta palabra existe, pero es la que se me ocurre para indicar que vamos dando botes en el agua, dando con la panza del barco sobre la superficie del mar. Observo como a alguno de los excursionistas, Jorge entre ellos, les está cambiando el semblante y que está cogiendo un color verduzco de lo más sospechoso. No soy el único que se da cuenta así que el capitán dejando el timón a su segundo y poniéndose frente a nosotros nos da unos consejos para evitar el mareo; respirar profunda y sosegadamente, fijar la mirada en un punto, no mirar al fondo de la nave. Me vuelvo hacia Jorge que está sentado a mi lado y veo que los consejos han llegado tarde, está vomitando por la borda como si no hubiese mañana.
¿Mejor? le pregunto cuando noto que ha dejado de vomitar. Jorge se gira y me mira. En ese instante soy consciente de que mi pregunta esta fuera de lugar, su cara esta desencajada y tiene la mirada pérdida. Una expresión que ya no le abandonara en toda la excursión. Más tarde y ya en casa y totalmente recuperado nos reconocerá que a partir de un determinado momento no recuerda nada de la travesía.
Viendo que nuestro amigo no es el único pasajero empeñado en alimentar a los peces, el capitán además de repartir unas bolsas de platico entre el pasaje, hace que las olas entren al barco de una forma menos agresiva, seguro que esto se traduce en un término marinero, pero desconozco cuál puede ser, evitando así que el barco se mueva tanto como hasta ahora.
Nuestra excursión nos lleva ahora hasta las islas Cavinza, refugio de miles y miles de aves. Nos detenemos frente a ellas. Grandes cormoranes, pelicanos, gaviotas de diversos tipos, gallinazos, piqueros peruanos, los pequeños pingüinos de Humboldt, se apiñan sobre cada centímetro cuadrado de la isla y llenan el cielo con sus vuelos, vuelos que interrumpen de vez en cuando para lanzarse en picado hacia el mar para salir al instante con un pez capturado en su pico. Hay tantas aves que consiguen que sus graznidos se eleven sobre el estruendo que provocan las olas al romper sobre las islas. Estas islas tuvieron un breve periodo de esplendor a mediados del siglo XIX, cuando se descubrió que el guano, la caca de los pájaros para entendernos, era un fertilizante maravilloso y como tal era deseado en Europa y Norteamérica pagándose verdaderas fortunas por él. Es en esta mierda en la que basó el Perú parte de su prosperidad en esos años. Pero tal como vino se fue y unos años después, en parte debido a la sobreexplotación y también a la aparición de los fertilizantes químicos, el guano dejo de ser demandado y la fortuna, esa diosa tan esquiva ella, dejo de sonreír a Perú. Es el mercado amigo, que diríamos hoy en día. Como recuerdo de aquellos tiempos de esplendor, quedan restos de las factorías y almacenes que se utilizaban para procesar el guano. Factorías construidas en madera y a las que se accedía por unas frágiles escaleras sujetas a las rocas que nacían en el mar, o en unos pequeños muelles y que increíblemente aún hoy en día siguen en pie.
Viramos y cogemos de nuevo velocidad alejándonos de las islas. Vuelvo a mirar a Jorge y al verlo me preocupo un poco, no sé si esta adormilado o muerto, tal es la palidez de su rostro. Me fijo un poco más y me tranquilizo al notar su respiración. Únicamente está totalmente grogui. Pasamos entre islas e islotes, donde vemos pequeñas colonias de diminutos pingüinos, me fijo también en las pequeñas embarcaciones pesqueras que se acercan a las zonas más batidas por el mar. Los pescadores de pie en sus frágiles barquitos tiran las redes para conseguir las mejores capturas y poder negociar así un mejor precio a la hora de venderlo posteriormente.
Al cabo de unos cinco minutos de navegación llegamos a nuestro destino final, las Islas Palomino. Si las islas anteriores eran el refugio de las aves, están en cambio son el refugio de miles de lobos marinos. El graznido de las aves, es sustituido por el profundo rugido de estos mamíferos. Nos acercamos a la isla y paramos el motor, quedándonos al pairo. Vemos gigantescos machos, más de trescientos kilos de grasa, con sus características melenas rojizas y de amenazantes colmillos tumbados al sol y rugiendo amenazadoramente cuando algún joven macho entra en sus territorios, rodeados de su harem de hembras, de pequeño tamaño en comparación con los machos, que vigilan a las juguetonas crías. Al fijarme en el agua, veo que el mar está inundado de pequeñas cabezas que sobresalen por encima de la superficie del agua para instantes después desaparecer en las profundidades del océano.
El patrón saca unos trajes de buceo y pregunta quién va a tirarse al agua. Adri y yo levantamos la mano, nos dan un par de trajes de neopreno. Seremos unas 10 personas las que nos hemos animado. Miro de nuevo a Jorge que me sonríe con un condenado camino de la horca, Carmen y Claudia tampoco se animan. Realmente nunca pensé que no me daría nada de vergüenza quedarme desnudo delante de tanta gente, que encima está pendiente de uno. Aunque reconozco que el tener una pequeña toalla alrededor de la cintura ayuda. Termino de ponerme el traje y dejando nuestra ropa al cuidado de nuestras amigas, nos dirigimos a la proa del barco. Soy el primero en tirarse al agua. Pese al traje, cuando me zambullo, siento como el frio del agua me cala hasta lo más hondo de mi cuerpo. Buceo, y nado un poco cerca del barco para entrar en calor. Me quedo flotando viendo como mis compañeros van tirándose también al mar. Siento como algo roza mis piernas, miro hacia las profundidades, sombras veloces cruzan bajo mí, se entremezclan entre ellas, son los lobos marinos jugando o pescando que pasan velozmente a mi lado rozándome.
Me reúno con Adri y ambos nos acercamos al monitor que está impartiendo unas instrucciones básicas, no molestar a los animales, no intentar tocarlos, disfrutar y tranquilos que no son peligroso. Si tenéis o sentís frio volved al barco…
Nos dividimos en pequeños grupos, y nos acercamos al islote, en un momento dado, me veo rodeado por una decena de pequeñas cabezas hocicudas, que me miran con curiosidad. Pese a que el monitor nos ha dicho que no atacan a los humanos, estoy seguro que por sus mentes están pasando la idea de si no seré una posible presa. Los roces con mis piernas son continuos, me acerco más a ellos, me dejo flotar. Les siento tocarme en mis brazos, en mis piernas en mi espalda. Siento la presión que forman en el agua al pasar nadando a toda velocidad cerca de mí. Me sumerjo y buceo un poco mientras veo pasar decenas de cuerpos de forma alargada a mi lado. Salgo a la superficie y me acerco de nuevo a Adri que tiene una sonrisa que le cruza el rostro de oreja a oreja.
Mostro, ¿no?, me dice. Yo afirmo con la cabeza, nos dejamos mecer al ritmo de las olas, solo se oye el sonido producido por los lobos que hay en las rocas. Un gran grupo de lobos marinos nadan a nuestro lado, miro a mí derecha, somos una hilera de 5 humanos y frente a nosotros asoman las cabezas de otros tantos lobos. En ese momento creo ser un miembro de los jets y tener frente a mí a los sharks. Al fin, no hay ningún tipo de enfrentamiento ni siquiera musical. Mejor, no teníamos ninguna posibilidad. Pese a la magia del momento comienzo a sentir frio de verdad, nado un poco. Al poco veo al monitor haciéndonos gestos para que volvamos hacia la embarcación. Con pena nado hacia el barco, echo un vistazo a los lobos que indiferentes a nuestra partida siguen con sus juegos y carreras submarinas.
Espero mi turno y tras dar un último vistazo tras de mí, subo por la escalerilla y llego a donde están nuestros amigos que se acercan y nos preguntan. Quieren saber las sensaciones, que hemos sentido. Charlamos mientras nos quitamos los trajes de neopreno y nos secamos. Ha sido una experiencia única, fascinante, ¿miedo? Realmente no, quizás un poco de desconfianza basado en el desconocimiento al principio. ¿sensaciones? Muchas y entremezcladas, la dicha de estar en contacto con la naturaleza salvaje, en comunión con otros seres, el ver que esos animales no te tienen miedo, pero a la vez el sentirte extraño en un mundo que en el fondo no nos pertenece, que no comprendemos, del que estamos excluidos. ¿Lo mejor? Sin dudarlo el sentir a los animales tocarte, el sentirlos pasar a tu lado, el ver sus hocicos, sus oscuros ojos asomando del agua a menos de un metro de la cara, y el comprender una vez más que tenemos que compartir este planeta con ellos.
El barco se pone de nuevo en marcha. Un tripulante nos ofrece bebidas calientes y unas galletas de soda. Jorge por una vez, se muestra inteligente y declina tomar nada. Mientras regresamos navegamos entre islotes, llenos de pingüinos, de lobos marinos, de aves, a los que el mar después de eones de golpear ha moldeado de extrañas y curiosas formas, Nos detenemos un instante frente a una isla casi partida por la mitad cuyas dos mitades únicamente están unidas por un pequeño puente de piedra y que llaman La Catedral.
Diez minutos después estamos entrando por la bocana del puerto. Desembarcamos felices y satisfechos, aunque algunos aún con mal cuerpo. Nos despedimos de la gente y animados nos montamos en el coche. ¿Destino? Un poco más allá a la punta del Callao donde nos esperan un reconstituyente arroz con marisco y un cebiche acompañados de sus correspondientes chelas, cervezas, heladas.
PINCHA AQUÍ PARA VER LA GALERÍA A TAMAÑO REAL