Viajero desde
11/3/2020
Nick: HELIOGOBALO |
Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.
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Escribe el relato: julio
Medio adormilado, no son aun las seis de la mañana y pese a eso hay mucha claridad, miro por la ventanilla del minibús las ultimas casas de la ciudad de Malatya, en el Kurdistán turco. Son casas de dos plantas construidas en ladrillo o con carambucos de fibrocemento, techos de tejas y con pequeños patios, donde crecen melocotoneros esqueléticos. La planta superior suele ser la vivienda y la planta baja son garajes y locales dedicados a la venta de la delicia local, los orejones de melocotón. Apoyo la cabeza en la ventanilla e intento volver a dormir. Me asaltan las típicas preguntas trascendentales de los estados de duerme vela, ¿En Madrid a estas horas es tan de día? ¿Qué hora es en casa? ¿Por qué los orejones aquí son de un naranja tan intenso y tan deliciosamente dulces? Antes de tener respuestas que se perderán en el sueño, el minibús frena bruscamente. Abro los ojos y miro por la ventanilla, veo el cartel que anuncia el final del pueblo y antes de que pueda volver a dormirme, siento como la camioneta termina de pararse en medio de la nada. Vuelvo a mirar por la ventanilla y termino de despertarme totalmente. Estamos ante un puesto de control del ejército turco. Justo en lo que si hubiese sería el arcén de la carretera, hay una pequeña casamata, construida al igual que el pueblo con grandes carambucos grises delante de la cual en un mástil hecho con un palo alto y no muy recto la bandera roja con la media luna menguante y la estrella en blanco cuelga flácida a la espera de una ráfaga de viento. Veo un par decenas de soldados y cuatro todos terrenos obviamente de color caqui, aparcados en línea a un lado de la casamata.
El oficial al mando, bueno el que yo creo que es el oficial al mando que ya os reconozco que no soy capaz de distinguir un sargento de un capitán, se acerca y comienza a hablar con nuestro conductor. Nos piden los pasaportes. Se los entregamos y también el salvoconducto. El oficial ojea los documentos. Bueno, la verdad es que solo mira el primer pasaporte, el que estaba más arriba y el salvoconducto. Le comenta algo al conductor. La puerta se abre y a la vez que el fresco aire de la mañana sube un soldado que, tras mirarnos a todos, se sienta en el último asiento del pequeño autobús, el único que quedaba libre. El oficial con un gesto nos permite seguir nuestro camino. El convoy se compone ahora de nuestros dos microbuses, un soldado en cada autobús y dos jeeps de escolta, uno abriendo el convoy el otro a la cola, cerrándolo.
La carretera discurre entre villorrios y pequeños pueblos, en los que niños descalzos corren durante unos instantes a nuestro lado, mientras nos saludan con las manos. Es o me parece una zona árida, donde la vida no debe ser sencilla, pasamos delante de un pequeño burro que atado a una barra que le une a una noria está sacando agua de un pozo, observo como el agua se pierde por los canales camino de regar lo que sea que crezca aquí. Me pregunto si será el mismo pozo y el mismo burro que vimos cuando llegamos.
Miro al soldado, es un chico de ojos oscuros y cuerpo menudo, muy joven y tiene cara de asustado. Sentado en el pequeño asiento y con el fusil entre las piernas, ofrece la imagen misma del desamparo. Me fijo en que el casco le queda grande. Realmente es todo el uniforme el que le queda grande. Y lo que más grande le queda es indudablemente el fusil. Intentamos hablar con él, le ofrecemos un paquete de zumo, unos chicles, pero muy consciente de su misión, ni nos mira ni hace el ademan de aceptarlos. Tampoco nos dedica ni una sonrisa. Lo dejamos por imposible y pasa a ser un objeto más del vehiculo
El pequeño convoy deja la carretera y se introduce en un camino de tierra apisonada, cosa que nuestros culos comienzan a notar en el mismo instante. La carretera comienza a serpentear y según vamos ganando en altitud, va cambiando el paisaje. El amarillento y seco suelo se comienza a llenar de verdes, producto de la hierba y flores, mientras que los escasos y chaparros arbustos van dando paso a altos y elegantes pinos y cedros. La ascensión se hace más pronunciada, y la carretera se va haciendo más empinada y más estrecha, y tras una curva a nuestra derecha se empieza a abrir un precipicio que termina unos cuantos cientos de metros más abajo, miro hacia el abismo y al fondo, muy al fondo, veo la carretera por la que acabamos de pasar.
El paisaje se abre a un pequeño valle, corremos las ventanillas y el aire fresco reemplaza el sobrecargado interior del autobús, avanzamos entre verdes prados llenos de florecillas y bosques que se pierden montaña arriba, cruzamos un riachuelo que se ha desbordado y anega el camino, vemos rebaños de cabras, negras, marrones, blancas, que mastican hierbas indiferentes a nuestra presencia. De pronto unas pequeñas tiendas, hechas con lo que parece retazos de tela empiezan a aparecer a ambos lados de la senda. El minibús disminuye la velocidad hasta pararse. Todos salvo el soldado bajamos del mismo cuando se abre la puertezuela. Según parece, estamos en el campamento de uno de los últimos pueblos seminómadas de Turquía, un pueblo que se mueve al ritmo que les marcan sus cabras y la disponibilidad de pastos. Me acerco a una de las cabañas. Son muy bajas apenas levantan medio metro del suelo, Lo que yo pensaba que eran telas, son pieles de cabra cosidas entre si y se sujetan al suelo por medio de unas cuerdas, que las unen a unas estacas. Me agacho y me asomo al interior sin llegar a entrar, huele a cuero y leche agria, no hay ningún tipo de mueble, sólo algunas alfombras que cubren la totalidad de suelo. En un lateral se ven unos minúsculos arcones enfrente se ven unos platos y vasos. Hay también una tetera puesta encima de unas brasas. Todo muy funcional y básico. Solo lo necesario para poder empaquetar y levantar la tienda en el mínimo tiempo posible y sin cargar con elementos que entorpezcan la marcha
Me acerco al grupo y veo el motivo por el que nos hemos parado. Una boda. La carretera está ocupada por cientos de personas que bailan alrededor de los novios. Ella viste de blanco reluciente y él un sobrio traje negro. La música es animada y nos unimos al baile. Un hombre, luego sabré que es el padre de la novia, lanza billetes y monedas al aire, que los niños corren a recoger. Un pastor a mi lado me da una botella de aguardiente. Bebo un trago directamente del morro de la misma. El licor esta fuerte y pasa directamente de mi garganta al estómago. Paso la botella a un desconocido que está a mi izquierda. Todos bailamos agarrados de las manos, haciendo un circulo. Nos hacemos una foto con la novia. Nos despedimos de todo el mundo entre apretones de manos y sonrisas. Volvemos al autobús, el soldado sigue en el mismo sitio, como si le hubieran pegado al asiento, nos mira con cara de aburrimiento, con un bocinazo de despedida continuamos nuestro camino.
Por fin tras una ascensión que se me hizo larga y pesada y a mi trasero ni os cuento, llegamos a los 2150 metros de altura donde hay construido un aparcamiento y después de descender del coche, estiramos las piernas andando los últimos 30 metros que nos faltan para llegar a la cumbre del Monte Nemrut. Y allí, nos encontramos con nuestro objetivo, los restos de la tumba del rey Antíoco I. Si hay algo que debemos de admirar de los monarcas es su capacidad de deslumbrarnos con sus últimas moradas y a este rey le reconozco su acierto por la elección. La verdad es que todo impresiona este lugar. Las gigantescas cabezas, mayores que una persona de pie, que representan dioses griegos, y que ahora yacen desperdigadas por el suelo pero que en su un momento estuvieron alineadas delante del gigantesco túmulo hecho de pequeñas piedras que fue la tumba de este rey, cuyo reino hacía de tapón entre la poderosa Roma y su secular enemigo el imperio Parto, las losas con bajorrelieves que formaban el friso, los restos de la muralla que cerraba el recinto.
Pero quizás lo que más me impresiona no sea la gran tumba real ni las blancas y detalladas esculturas de Zeus, de Apolo, del mismo rey o de un águila y un león, entre otras, sino que al alejarme solo unos poco metros y sentarme en un piedra y dar la espalda a la tumba, la vista se pierde en las inmensidades de Asia, y poder ver a mis pies, no solo Turquía, sino Irak e incluso Irán y como se distinguían claramente los contornos de los ríos Éufrates y Tigris y con un poco de imaginación poder imaginar cómo discurría a mis pies la historia de la humanidad. Saber que allí entre aquellos ríos, comenzó todo, los primeros reinos, las primeras escrituras, las primeras leyes me emocionó e impresionó más que las maravillas arquitectónicas que estaban a pocos metros a mi espalda,
Un revuelo a mis espaldas me saca de mis ensoñaciones. Me vuelvo y me acerco de nuevo al grupo que ha formado un corrillo. Resulta que, oh sorpresa, hay un equipo de la televisión local que quiere entrevistarnos para las noticias. El motivo es que somos los primeros turistas que venimos a este lugar desde hace cinco años. A los anteriores, un grupo de italianos, los secuestro el ejército Kurdo de Liberación nacional (PKK) y les retuvieron durante tres años. Eso explica la presencia de los soldados en nuestro viaje. Me alejo y dejo que los compañeros que tienen buen nivel de inglés den la cara y tengan sus 15 minutos de fama.
No hemos terminamos de comer el bocadillo cuando los soldados nos avisan de que debemos volver, no quieren que se haga de noche mientras viajamos ya que podría resultar peligroso. Aunque renuentes obedecemos, que remedio, y aprovechamos para hacernos las ultimas fotos y disfrutar del paisaje que a esa hora de la tarde el sol tiñe de un espectacular color amarillo. Despacio montamos en el micro y comenzamos el regreso.
Nuestros conductores se han debido tomar muy en serio eso de volver de día a la ciudad, porque hacemos el descenso a toda velocidad, y en un par de curvas pienso que es una lástima haber llegado tan lejos para morir despeñado por un barranco que parece de esos por donde caía el coyote, inacabable, y tan profundo que tardarían tiempo en encontrar nuestros restos si es que llegaban a hacerlo.
Llegamos de nuevo al punto de control, nos paramos y nos despedimos de nuestro joven soldado, ofreciéndole la mano. Él acepta y se despide dando la mano a las seis personas que vamos en el microbús.
Más tarde sentados en la terraza de un bar, bebiendo a pequeños sorbos un caliente té de cerezas, no hay manera de conseguir nada de alcohol en esta zona y la verdad es que los refrescos locales no son lo mejor, y mientras pelamos unos pistachos todos confesamos que tampoco es que hayamos estado muy tranquilos con la presencia de los soldados con nosotros. Pedimos en el mismo local donde estamos un par de lahmacun, la pizza turca, que hay que reconocer que a diferencias de los refrescos hacen riquísima y de postre como no podía ser de otra forma un plato de orejones. Mientras comemos y entre risas confirmo que no he sido el único que ha pensado que íbamos a morir en el descenso. Anochece temprano y tampoco es que haya mucha diversión en la ciudad más allá de pasear por la triste y solitaria calle principal bajo la atenta mirada de los comerciantes, así que antes de las once de la noche estoy de vuelta en el hotel.
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