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Nick: HELIOGOBALO

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 BALONCESTO I (N'DALATANDO)

 Escribe el relato: julio

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Paramos el motor de la camioneta bajo la raquítica sombra que proporciona el único árbol de los alrededores, y tras un instante descendemos de la misma y cruzando la polvorienta calle nos dirigimos caminando a la tienda con la intención de comprar unas bebidas. Como todos los colmados de Angola, es un lugar pequeño, mal iluminado, con ese olor indeterminado entre rancio y mohoso que tienen los lugares mal ventilados, abarrotado de todo tipo de mercaderías: sopas de sobre, detergentes, legumbres, patatas, estropajos, latas de conserva, harinas a granel, galletas, bebidas, chocolate, jabones, escobas, huevos, leche, servilletas, compresas y se encuentra regido como no podía ser de otra forma por un mauritano de edad indefinida, de gesto serio , delgado y alto, vestido con una chilaba oscura que le hace parecer aún más alto y delgado y que parapetado detrás del pequeño mostrador de cristal donde expone las chocolatinas únicamente se mueve de su silla desde la que vigila quien entra y sale y quien coge que, para tomar los billetes que le tendemos para pagar el agua y los refrescos y que como es costumbre al darnos la vuelta nos da también unos caramelos de regalo. Salimos de la tienda y despacio nos dirigimos de nuevo a nuestro coche. Son las tres de la tarde y el calor se hace notar. Nos subimos al vehículo y esperábamos a que llegue Xavier. Txema, tras preguntarme si me importa, baja la ventanilla y enciende un cigarrillo, yo abro una de las latas de refresco, que ya está medio caliente, nunca estuvo muy fría y le echo un trago mientras me pongo a mirar distraídamente a través de la luna delantera.



Frente a nosotros se extiende un gran descampando de tierra rojiza, donde una multitud de críos ha improvisado un campo de futbol, unas piedras como en cualquier campo de juego que se precie indican las porterías. Es viernes por la tarde y las clases semanales han acabado, los niños juegan alborozadamente, sin orden, corriendo todos detrás de la nube de polvo rojizo que esconde la pelota, muy pocos de los pequeños lucen camisetas, casi todos juegan con el torso desnudo. Se ve alguna camiseta roja del equipo local, el rosa de porcelana, hay también un par de ellos que llevan respectivamente las camisetas indudablemente falsas del Madrid y del Barça. Todos, sin excepción juegan descalzos. El descampado marca uno de los límites entre la parte más o menos noble de N’dalatando y uno de los “musseques” los barrios más pobres que rodean el centro de la ciudad. El barrio se extiende miserable por toda la planicie a nuestra derecha, perdiéndose luego por una hondonada para ascender a continuación por una pequeña colina hasta cubrirlo todo de casitas muy humildes, de una sola planta, construidas todas con ladrillos de adobe rojo y techos planos hechos de cartón recubiertos de plásticos, muy pocas tienen techos de fibrocemento o de calamina: Casi todas tienen un pequeño patio abierto delante de la puerta de la casa donde además de unas brasas encendidas que mantienen un puchero humeante colocado encima, picotean a sus anchas negruzcas gallinas que en algún momento fueron blancas y donde los gigantescos lagartos verdirojos que campan a sus anchas por toda la ciudad toman el sol. Es un barrio de calles sin asfaltar, de tierra apisonada, que serpentean entre las casas. Por el centro de alguna de las calles discurren arroyuelos de aguas de color indefinido puede que marrón grisáceo o quizás gris amorronado que se alimentan de los hilillos de agua sucia que sale de todas las casas. Diseminadas aquí y allá se ve alguna solitaria farola. Delante de una de estas casas justo frente a nosotros hay un niño que le está dando patadas a un perro, que quizás por falta de fuerzas quizás por costumbre ni siquiera hace amago de huir.



- Menino, deixa o cao – le gritamos casi al unísono Txema y yo desde el auto. Al oírnos el niño nos mira y riéndose sale corriendo para pararse dos metros más allá y juntarse con sus amigos que están jugando en un montón de arena. El perro indiferente sigue tumbado sin moverse.
Al poco, sin darnos tiempo a aburrirnos del todo, de entre las casas sale un sonriente Xavier. Mientras se acerca al coche nos hace un saludo con la mano.



- Boa tarde - le decimos al subir- ¿Todo Bem?

- Boa tarde, ¿listos para la paliza? – Nos dice con algo de ironía

- Sí, lo estamos deseando- Le contestamos entre risas

- ¿Dónde vamos? -Pregunta Txema, mientras arranca la camioneta.

- Vamos a la zona deportiva de al lado del cementerio- le indica Xavier - ¿la conoces?

- Si claro, más arriba del edificio del parlamento regional - Dice Txema mientras gira el volante y saliendo del descampado nos introduce en el tráfico.



Avanzamos por el centro de la ciudad, calles asfaltadas llenas de baches, flanqueadas por aceras de cemento, donde de vez en cuando lucha por crecer un árbol o un arbusto y que se abren a edificios de ladrillos construidos en época colonial, de un par de plantas de altura, la mayoría de ellos en un deficiente estado de conservación o más bien de reconstrucción, paredes con la pintura desconchada ,ventanas rotas, terrazas sin balaustradas y escaleras que no llevan a ninguna parte, algunas de las casas aún muestran en sus fachadas los agujeros provocados por los impactos de las balas durante la larga guerra civil, que siguió a la guerra de independencia contra los portugueses. De vez en cuando entre las casas surge un espacio yermo, donde como pecios en una playa están los restos herrumbrosos de antiguos vehículos, ocultos entre la hierba, mudos testigos del naufragio de una huida. Txema con la pericia que da la costumbre, evita las pequeñas motos que se nos cruzan delante del coche y que como insectos salen de improviso y a toda velocidad desde cualquier calle lateral. Tras una rotonda, entramos en lo que es la zona comercial de N’dalatando, decenas de pequeñas tiendas en las que se compra y se vende de todo, desde una cocina de gas a un retal de vivos colores, pasando por baldes de plástico, sillas desfondadas, libros de saldo vendidos al peso y recambios de ordenadores. Algunas de las tiendas aún conservan encima de la puerta de entrada los letreros con los nombres de sus antiguos dueños “Loja Carvalho e filhos”, “Agostinho e filho S.L”.


Durante el trayecto, nos cruzamos con algunas “zungueiras”, esas mujeres que desde primera hora del día y con un gran balde de plástico o aluminio lleno de mercadería en la cabeza y un megáfono en el que llevan un mensaje grabado, y muchas veces con su pequeño hijo sujeto a la espalda por medio de una tela, que se cierra mediante unos simples nudos van vendiendo su mercancía -ya sea pescado seco, cacharros de latón, coloridas telas para hacer vestidos, cachivaches de plástico- por las calles de los pueblos y ciudades de Angola. Un poco más adelante, cerca de la plaza principal, al lado del desabastecido mercado municipal, nos cruzamos con par de personas albinas. Desde que llegue a la ciudad, es una de las cosas que más poderosamente me ha llamado la atención: la gran cantidad de albinos que hay en N´dalatando, raro es el día que no te cruzas con alguno de ellos, y no siempre el mismo. Afortunadamente para ellos a diferencia de lo que ocurre en otros lugares de África donde se les atribuyen la capacidad de atraer el mal y ser causantes de desgracias por lo que son masacrados estas personas no son perseguidas por motivos supersticiosos y pueden vivir en paz y seguras.

Nos detenemos al llegar al cruce de la carretera general que une la capital del país, Luanda, con la importante ciudad minera de Malanje, situada algo más al norte y que por ello soporta un importante tráfico de camiones pesados y que además divide a nuestra pequeña ciudad en dos. Esperamos un momento a que haya un intervalo entre los vehículos y con un acelerón, cruzamos la carretera y nos introducimos en la otra mitad de la ciudad por la calle que nos llevará al campo de juego. Avanzamos despacio ya que el firme no es muy bueno y además la calzada está repleta de gente andando descalza, o calzando -lo que sin duda es el calzado nacional angolano- unas chanclas, por mitad de la misma, absortas en su mundo, tranquilas, indiferentes al tráfico de las lujosas camionetas y de las humildes motos que a toda velocidad traen o llevan gente y paquetes y al trasiego de las otras personas. En el borde de la calzada, hay barberos esperando un cliente sentados a la puerta de sus pequeños locales construidos en madera y de nombres ambiciosos, “O rei de Nova Iorque’, “O cabeleireiro das celebridades” y adornadas con fotos de famosos actores o de modelos luciendo cortes de pelo inverosímiles. Veo, vendedores de cualquier cosa con sus escasos productos expuestos desordenadamente en una tela extendida encima de la tierra, sastres sacando patrones y tomando medidas en mitad de la calle, niños jugando y corriendo por todos lados, mujeres con vestidos multicolor que están comprando en alguna de las decenas de modestas tiendas que hay alineadas a los lados de la calle, gente que pasea sin rumbo, otras que hacen cola delante de las pequeñas parillas portátiles donde se venden pinchos morunos, que se sacan de una pequeña nevera de plástico que además de servir de pequeño almacén, sirve también de asiento al cocinero y que se asan al instante delante del comprador, perros de famélico aspecto olisqueando entre los montones de basura, las ubérrimas gallinas.


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