Viajero desde
11/3/2020
Nick: HELIOGOBALO |
Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.
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Escribe el relato: julio
Reconozco que cuando uno hace un viaje, entre las expectativas que tiene nunca está la de andar detrás de una mula, empujando un carromato, mientras el animal sufre de flatulencias.
La pregunta que imagino que ya os habéis planteado es, que hacia yo perdido en medio de la nada empujando un carro.
Todo empezó cuando decidimos ir a las playas que están a las afueras de Ashila. La cosa es que podríamos haber cogido un taxi para que nos llevará a las playas que están distantes unos cinco km, del centro de la medina, aunque claro eso sería lo sencillo, pero no es lo suficientemente exótico y autentico, se lo que sea que signifiquen esos adjetivos sin olvidar qué por mucha medina, mucho arco de media luna, mucho almuédano, estamos exagerando a 200 Km de España. Así que Gloria con la autoridad que da decir que ella había leído que lo típico era ir a la plaza, contratar allí un carromato, montarnos y que nos llevase a las playas decidió nuestro destino. ¿Quién no tiene una Gloria en su grupo de amigos?
La plaza es un hervidero de gente andando, mirando, comprando o simplemente charlando entre los diversos puestos, cuando llegamos a la zona de los carromatos. Coño, es verdad, hay carros esperando pienso. Nos acercamos a uno de ellos y sin saber muy bien cómo, nuestro árabe es inexistente y el francés del dueño del carro se acerca mucho a nuestro nivel de árabe, conseguimos que por unos 250 dirhams nos lleva a nuestro destino.
Nos sentamos en el carro, con las piernas colgando por los bordes, y nos disponemos a comenzar nuestro viaje. Reconozco que llamarlo carro quizás sea un pelín exagerado. Dos neumáticos, unidos por un eje y sobre ellos seis tablones de madera, atravesados por otra madera que los mantiene unidos por medio de clavos, delante a la izquierda un cojín, que deja ver su relleno y que es donde se sienta nuestro guía, elevado por unas horas a la categoría de cochero y por delante de todos, sujeta por unos arneses la mula. Mas exotismo imposible.
Nuestro mayoral, nos lleva por lo que sería una visita guiada por las mejores zonas de Ashila: feos bloques de pisos de cuatro o cinco plantas con sus fachadas llenas de desconchones, zonas comerciales con las tiendas cerradas o abandonadas y llenas de edificios derruidos y para terminar de darnos un baño de realidad cruzamos por el basurero municipal, donde aparte de tener que cubrirnos nuestra nariz con las toallas, sí vamos a la playa, vemos a grupos de personas rebuscando entre la basura. Si eso no es autenticidad yo ya no comprendo nada.
Por fin llegamos a la carretera, y comenzamos de verdad nuestro viaje. Avanzamos lentamente por el arcén. Reconozco que me invade una mezcla de miedo y algo de vergüenza. Mercedes viejos nos adelantan a toda velocidad mientras tocan el claxon. Viéndolos pasar como manchas de color, intento recordar si alguna vez he leído alguna noticia sobre turistas que mueran en un accidente de tráfico en una carreta. No. Eso me tranquiliza justo hasta que el siguiente coche pasa peligrosamente cerca de nosotros. Algunos coches moderan su velocidad y los niños de los asientos traseros nos saludan con la mano. Nosotros educadamente devolvemos el saludo con una sonrisa, como si ver a cinco turistas en bañador encima de un carromato en una carretera fuera la cosa más normal de mundo. Luego los excéntricos son los ingleses.
En un momento dado dejamos la carretera y nos introducimos por un camino de tierra. Avanzamos despacio, pero todos respiramos más tranquilos, y podemos charlar entre nosotros. Todos reconocemos que hemos pasado miedo. Gloria sonríe entre culpable y picará, mientras se disculpa diciendo que en su guía no decía nada de la carretera. Seguramente no lo escribieron para que nadie se perdiese el rato en el pasaje del terror. Larga vida a lonely planet y a quien sigue sus consejos. El paisaje es monótono, aburrido y porque no decirlo feo. Una tierra árida, seca, plagada de pequeños matorrales de color grisáceo y sin hojas. Las chicharras cantan complacidas. Comenzamos a subir un pequeño repecho.
Tchich, tchich, oigo al conductor, mientras a la vez tira y sacude las riendas. Pero la mula haciendo honor a su especie es tozuda y ha decido que hasta ahí hemos llegado. Por gestos el hombre nos dice que somos muchos para que la mula pueda tirar de nosotros y que debemos bajarnos. Solo Alba y él siguen en el carro. La mula liberada del peso, decide que ya está todo bien y reanuda su marcha. Ascendemos andando lentamente detrás de ella y el carro. Aunque reímos y comentamos divertidos, las miradas que le dirigimos a Gloria han dejado de ser simpáticas. Ella haciéndose la loca enciende un cigarrillo. Pese a ser mediados de septiembre hace calor y la playa me parece más lejana que nunca. Y de repente sin previo aviso, un olor nauseabundo inundo nuestra nariz. Es en esos momentos en que te das cuenta cuan débil es el barniz civilizatorio que nos cubre, que débiles los lazos parentales. Los cuatros adultos miramos reprobatoriamente a Alba, dispuestos a hacer que pague su crimen que baje del carro y camine detrás de nosotros. La cría también se ha cubierto la nariz y niega con la cabeza.
De repente oímos otra pedorreta y a continuación, nos llega de nuevo una oleada de aire fétido. Creo que cuando la gente dice eso de los olores exóticos, se refiere exactamente a eso, al olor a hierba podrida que emite una vieja mula. Durante los siguientes cuatro o cinco minutos la mula no hace más que tirarse pedos. Por un momento estoy seguro que el hombre, que en ningún momento ha abandonado su adelantada posición, sonríe. Todos, salvo el carretero, andamos ahora unos metros por detrás del carro, dejando espacio entre nosotros y la fábrica de ventosidades que es el estómago de la mula. Después de ascender un último repecho, el hombre para y nos indica que ya podemos subir, que todo es cuesta abajo. Efectivamente al final del camino se ve ya la playa. Miguel y yo decidimos, no sé si por ahorrar peso a la mula o porque realmente no queda nada, seguir andando. Vemos como cuesta abajo el carro coge velocidad. No han pasado cinco minutos cuando nos cruzamos con la mula el hombre y el carro que van vuelta a la ciudad. Le hacemos un gesto con la mano
La playa es inmensa, kilómetros de arena blanca rodeada de tierra virgen que se pierden en dirección del sur. Quizás el calor o el paseo, o el aire viciado me ha afectado y por un momento fantaseo con la posibilidad de llegar hasta Sudáfrica andando por la playa. Me veo en la España de los años 50 y pienso que así debían ser las costas españolas antes de la sobreexplotación turística. Por ultimo soy un funcionario de turismo de marruecos y elijo esta playa como motivo de alguna campaña en la que llegarían turistas felices y sin olfato montados en carro. Las olas rompen en la orilla deshaciéndose en espuma blanca y mojándome los pies y me sacan de mis desvaríos. Tendemos nuestras toallas y tumbándonos en ellas descansamos un rato. Poco después estamos disfrutando del atlántico. El agua esta deliciosamente fresca y las olas invitan al juego. Durante la siguiente media hora nos dejamos llevar por el ritmo de las olas y disfrutamos como críos, nos hacemos aguadillas y hacemos como que surfeamos. Como resultado acabamos con arena hasta en los lugares más insospechados. Salimos del agua y nos tumbamos para secarnos. Poco después Shadeek y Montse y su pequeña hija Lua se unen a nosotros.
La playa quizás debido a su enormidad da la sensación de estar vacía. Algunos turistas, pocos, tirados en sus toallas, un hombre obviamente marroquí que se gana la vida paseando a los turistas con tres camellos y poco más. Un poco a nuestra derecha unos adolescentes, seis o siete, juegan al fútbol, de vez en cuando el partidillo se para y los chicos se van a refrescar al agua. Poco después llega una familia marroquí. Parece la típica sacada de un juego de cartas. El papá, la mamá, y tres hijas. Se colocan a nuestra izquierda. Nada más llegar el hombre, quizás en sus cincuenta, barriga y barba se quita la chilaba y se queda en bañador. Sin dudarlo se mete al agua. Disfruta de ella, como habíamos hecho nosotros unos minutos antes, aunque solo. Cuando termina su baño es el turno de la mujer, ella se levanta el borde de su caftán y descalzándose se acerca a la orilla y tímidamente se moja los pies. Las tres jóvenes, adolescentes, sin quitarse su chador pasan corriendo al lado de su madre y se meten al agua, están un rato jugando entre ellas. Cuando salen del agua, nos proporcionan el espectáculo más sensual, que quizás yo haya tenido ocasión de ver en mi vida. La tela del chador se ha pegado a sus cuerpos de tal forma que más que ocultar revelan todas las formas de las jóvenes. Ellas desafiantes pasan delante del grupo de jóvenes y se dirigen a sus toallas. No han terminado de sentarse en ellas, cuando los chicos dejan el fútbol y colocándose cerca de ellas comienzan a hacer toda una serie de cabriolas y saltos gimnásticos intentando llamar su atención. Durante el resto de la mañana los chicos, aunque sea indirectamente, nos deleitaran con toda una serie de ejercicios acrobáticos propios de una final olímpica. Y pensar que hay antropólogos que se van a pasar penalidades durante años en medio de la selva para estudiar los ritos de iniciación y flirteo entre remotas tribus.
Es la hora de comer y Shadeek, nos lleva a un chiringo, que llevan unos amigos suyos. Es el único sitio que hay en la playa y está medio oculto entre las dunas. Es muy básico, cuatro palos, un techo de cañizo para protegerse del sol, tres mesas, unos bancos y una cocina que es poco más que un fuego en el suelo y lo mejor de todo, quizás el mejor tajín de pescado que yo vaya probar en mí vida. Durante la comida Shadeek, nos comenta que lo que hemos visto en la playa es la forma que los jóvenes han encontrado para burlar las rígidas normas que imperan en sectores más tradicionales de la sociedad marroquí.
Dejamos que la tarde discurra plácidamente en la playa, esperando la hora en que hemos quedado para que vuelva a recogernos nuestro “vehículo”. Poco antes de las cinco vemos al carro aparecer por el camino. Miguel, Adri y yo decidimos intentar volver andando. Le preguntamos a nuestro amigo si es posible volver paseando a la ciudad. Nos comenta que sí y nos indica el camino a la vez que se ofrece a acompañarnos.
Hace una tarde estupenda para pasear, el sol de finales de verano ya no molesta mientras comienza a hundirse perezosamente en el océano. El camino es un pequeño sendero de tierra y guijarros que transcurre entre acantilados y un infinito mar de matorrales y arbustos chaparros y secos que se pierden Sahara adentro. A nuestro paso salen pequeños saltamontes que brincan y se posan unos centímetros más allá. No se oye nada más que el sonido de las olas rompiendo unos metros más abajo y de vez en cuando el canto de algún pájaro. Del sendero principal salen pequeños caminos que descienden a calas o playas escondidas. Curiosamente o quizás no tanto a un centenar de metros de cada una de estas bifurcaciones hay un pequeño puesto de la gendarmería marroquí. En cada puesto vemos no más de una decena de soldados y policías. Son puestos simples, no más allá de una casamata hecha de bloques de hormigón y una antena de radio, construidos con el dinero de la cooperación española y su única función es la de evitar la partida de pateras con destino a España. Vemos como en uno de los puestos los militares se arrodillan y comienzan a orar.
Una hora y media después, llegamos a los arrabales de Ashila, el pequeño sendero se agranda y los guijarros y piedrecillas dejan paso a un camino más amplio de tierra apisonada, que a su vez al poco se transforma ahora si en una calle de cemento con sus obligatorias aceras. La soledad de unos minutos antes, deja paso a una multitud de hombres y mujeres que charlan, caminan presurosos o terminan de hacer la compra. Cruzamos por el mismo mercado de la mañana. Me paro a observar como unos hombres sentados en el suelo reparan las redes de los barcos pesqueros. Llegamos a la puerta de la Medina y es aquí nos despedimos de Shadeek. Andamos entre las estrechas y coloridas calles de la medina hasta llegar a la casa. Gloria y Alba ya están esperándonos.
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