Viajero desde
11/3/2020
Nick: HELIOGOBALO |
Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.
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Escribe el relato: julio
Empezamos el descenso hacia el aeropuerto “4 de Febreiro” cuando en el horizonte comienza a clarear. Afortunadamente el cielo está despejado y a diferencia de otras veces no preveo ningún tipo de contratiempo en el aterrizaje. Según descendemos la inmensidad de Luanda se extiende ante mis ojos. Como muchas otras ciudades alrededor del globo ha sido víctima de un crecimiento desmesurado, desorganizado e inasumible de su población y en pocos años ha pasado de ser una ciudad de poco más de un millón de habitantes a ser una mega urbe donde luchan por sobrevivir más de diez millones de personas. ¿Las causas? Una cruenta guerra de independencia que se entremezclaba con una interminable y agotadora guerra civil, la falta de oportunidades en el interior del país, el efecto llamada, la falsa sensación de seguridad de las ciudades sobre la sensación de desamparo que representa el campo. Aunque, en realidad ¿Quién sabe?
El avión de Air France, casi está tocando tierra y me fijo en las chabolas tan cercanas a la pista, no nos separan más de 20 metros, que si fuera posible sacar la mano por la ventanilla de la nave da la sensación de que podría tocarlas con los dedos. Son casas bajas, hechas en adobe, sin ventanas y de una sola puerta por donde escapa un débil hilo de luz, algunas quizás las que pertenecen a los más pudientes de entre los desheredados tienen un pequeño patio delantero, donde corretea alguna gallina y en el que hay un puchero puesto al fuego. El avión recorre toda la pista mientras frena y poco después de estar detenido, se abren las puertas y empezamos a descender al pequeño autobús, jardineras se llaman, que nos acercara al terminal para realizar el trámite de inmigración.
Nunca es fácil ni agradable, por lo menos para mí, un trámite de este tipo y Angola en este aspecto no es la excepción. Nada más entrar en el edificio te encuentras con que lo primero es que hay que parar en el puesto médico donde debo enseñar mi pasaporte de vacunas, en el que se refleja que estoy vacunado contra la fiebre amarilla y otro par de enfermedades tropicales, el oficial lo mira, me devuelve el pequeño documento amarillo y me hace un gesto, avanzo un poco y me coloco al final de la larga cola que se ha formado bajo la única garita de las diez existentes que atiende a las personas que no son ni angolanas ni, pertenecen a la asociación de países lusófonos de África. La cola avanza desesperadamente despacio, pero por fin llega mi turno así que ante un gesto del policía me acerco al mostrador y le tiendo mi pasaporte. Lo mira detenidamente, busca la hoja con el visado y teclea algo en su ordenador, tras ello me indica que me quite las gafas y que separándome del mostrador me coloque sobre una raya que hay pintada en el suelo y que mire a la cámara para que me hagan la foto que se incorporará imagino a mi ficha de inmigración. Después con un gesto enérgico pone un sello en una hoja del pasaporte y me permite la entrada a Angola, así que tras cruzar una pequeña puerta me dirijo a la cinta y espero hasta recoger mi equipaje. Poco después cruzo la puerta automática y salgo a la pequeña sala de espera que conforma la terminal internacional del aeropuerto. Allí me está esperando Adriana. Nos besamos, nos sonreímos, nos abrazamos y nos volvemos a besar. Después me presenta a Nelo, nuestro logista y conductor, nos saludamos con un apretón de manos. Salimos de la terminal y nos quedamos esperando a que Nelo acerque el vehículo, tras deja la mochila en la caja de la camioneta y cubrirla con una lona, montamos y nos dirigimos a casa. Una vez que salimos de la zona aeroportuaria que está marcada por un pequeño arco que cruza la calle y que te da la bienvenida a Angola en varios idiomas, termina toda la modernidad de esta zona de Luanda y casi de la ciudad en general.
La imagen de la ciudad es la misma que la última vez que pase por aquí, los mismos edificios a medio terminar, que a estas alturas está claro que nunca se terminaran, los mismos bloques de viviendas de diez u once plantas de altura, con balcones corridos, de fachadas desvencijadas y descoloridas que les dan un aspecto deprimente, impresión que es aumentada por la maraña de cables que salen del interior de los distintos pisos para ir hasta la farolas o a los postes del tendido eléctrico y que proporcionan de esta forma electricidad a las casas y por los aparatos de aire acondicionado que sobresalen de las ventanas y que gotean incesantemente sobre la calle y los peatones. Avanzamos lentamente por las atascadas calles y los recuerdos de anteriores visitas acuden de nuevo a mi mente al mirar por la ventanilla del coche. Basuras amontonadas en las esquinas donde los perros rebuscan quien sabe qué, calzadas llenas de baches, aceras destrozadas, vendedoras de plátanos fritos que cocinan en unos infernillos colocados directamente en el suelo, descampados de tierra roja llenos de desperdicios. Las calles están llenas de gente; gente camino de su trabajo, gente sin trabajo, paseantes, discapacitados, tullidos, locos, gente que habla, que ríe, hombres, mujeres, niños, pero con la particularidad de que todos ellos son jóvenes, no ves gente de mucha edad en Angola. En la calzada, se cruzan gigantescos todoterrenos con frágiles motocicletas, marcas de lujo europeas con pequeños utilitarios japoneses y siempre los omnipresentes candongeuiros, los pequeños, viejos y destartalados microbuses azules y blancos y que pertenecientes a empresas privadas son el único transporte público de esta ciudad. Nada en esta ciudad cuadra con la imagen que debería tener la ciudad con los precios más desorbitados del planeta, pero la realidad es tozuda y Luanda ha sido nombrada nuevamente la ciudad más cara del mundo por encima de cualquier ciudad europea, americana o asiática que puedas imaginar. Ante mis ojos pasan colegiales en uniforme que ríen una vez han terminado sus clases, veo nuevos edificios de diseño atrevido con sus fachadas de un blanco inmaculado o pintadas de vivos colores que albergan en su interior zonas comerciales y centros de negocios que comparten espacio con pequeños talleres donde vender neumáticos recauchutados y tiendas de fotocopias. Pasamos por un cruce donde un policía gesticula intentando inútilmente organizar el tráfico.
Me llama poderosamente la atención la imagen de sus manos enguantadas en blanco. Se me asemeja a un atisbo de orden dentro del caos.
Después de tomar una rotonda, y un giro a la izquierda, llegamos a la calle donde está la casa y que desde ahora será mi hogar también. Es una calle de clase media, en un barrio de clase media. Me fijo en los comercios, en la esquina hay una tienda que vende disfraces y artículos para fiestas infantiles, frente a ella un economato militar, un poco más abajo una peluquería y un spa uno frente al otro y que más tarde descubriré pertenecen al mismo dueño. El edificio principal de la calle es un edificio blanco, piramidal de unas seis plantas que es la sede de una de las principales constructoras angolanas, el resto de las casas son casas bien construidas de dos o tres plantas, con antena parabólica en el techo, y un pequeño jardín que está cerrado por altos muros coronados por alambre de espino, que evitan que se pueda observar el interior. Todas las casas y la nuestra no es una excepción tienen el seguranza de rigor sentado en una silla delante de la puerta vigilando, y haciendo funciones de prevención. Pared con pared de nuestra tapia hay un taller mecánico y de lavado de coches. Enfrente justo de la casa están los restos abandonados de dos quads quemados. Mirando los restos achatarrados observo por primera vez el riachuelo de agua sucia que hace un pequeño encharcamiento bajo lo que una vez fueron las ruedas, y ahora no son más que hierros abrasados. Un poco más adelante a unos escasos 25 metros del muro de nuestra casa termina el barrio de clase media y comienza el inmenso barrio de chabolas.
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