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Nick: HELIOGOBALO

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 N'DALATANDO

 Escribe el relato: julio

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Es N’dalatando una ciudad incrustada en el fondo de un valle rodeado por suaves colinas, que se cubren de verde en la estación de lluvias y de rojo en la estación seca. Desde la cima de una de estas colinas, justo en la que está el repetidor de la estación de radio, parece una ciudad mucho más grande de lo que en realidad es.

 
La capital del departamento de Kwanza norte, es una pequeña ciudad del interior de Angola. La forma un pequeño núcleo de viviendas de la época colonial y decenas de barrios de casas hechas de adobe. Al ser una capital en ella está el palacio de gobierno provincial, un edificio grande y feo pintado de rosa, copia en pequeño del gran parlamento nacional. Alberga también un moderno edificio de oficinas gubernamentales en cuya fachada hay un gran mapa de la provincia realizado en metacrilato y que por extrañas y desconocidas razones está prohibido fotografiar. Diez de sus calles están asfaltadas, y contrastan con los centenares de otras calles que son de tierra apisonada. Tiene una fábrica de agua embotellada, un supermercado, grande y nuevo, y el edificio de la facultad de agricultura, además de un pequeño hospital donde la gente acude a morirse adecuadamente. Cuenta además con varios colegios públicos y privados estos últimos todos religiosos, un viejo mercado de la época colonial pintado de blanco que posee una torre coronada con un reloj que marca siempre la misma hora y donde la gente acude a vender los productos tomates, pimientos y cebollas mayormente que cultivan en sus pequeñas huertas. Hay además en la ciudad una farmacia casi siempre desabastecida, un cuartel de policía y la sede de la delegación de hacienda.

 
Sus 20000 habitantes disfrutan de tres pequeños parques, de la gran reserva biológica de Quilombo a las afueras, un cine que solo abre los fines de semana para ofrecer conciertos de Koduro, una oficina de correos, varias panaderías, de decenas de peluquerías y de un equipo de futbol, que llegó a jugar en la primera división angolana. Tiene la ciudad además una bonita plaza, con bancos hechos en piedra a la sombra de unos inmensos árboles, donde están las ruinas de lo que una vez fue la inmensa delegación del banco central angolano. Además de una gran iglesia cristiana y varios templos protestantes bastante más pequeños. Paseando por la ciudad te puedes encontrar con dos estatuas de la reina Ginga y una del padre de la patria, una minúscula librería que sobrevive a base de fotocopiar los libros que vende, centenares de humildes sastrerías, la sede de los servicios secretos angolanos y una rotonda para ordenar el tráfico en un cruce con la carretera general. Cuenta la ciudad además con dos gasolineras, juzgados y una cárcel. No falta la casa del gobernador, la mejor de la ciudad, y frente a ella la sede del gubernamental MPLA (Movimiento Para la Liberación de Angola). Tiene además tres restaurantes decentes, dos bares dignos de tal nombre, decenas de las populares roulettes, innumerables colmados atendidos por mauritanos y un hotel regentado por portugueses. Justo enfrente del hotel, se encuentra la estación de ferrocarril.


Es en el hotel, el Rosa de porcelana se llamaba y hoy tristemente desaparecido, donde disfrutaba de mi pequeño lujo diario. Todos los días después de comer y tras dejar a Adri en el escritorio, tal y como se llama en portugués a la oficina, me acercaba al bar del mismo, me sentaba en uno de sus mullidos sillones y mientras ojeaba en el oficial “Jornal do Angola” la sección de deportes, bebía una taza de aromático café angolano. Es allí, mientras disfrutaba del sabor del café y gracias al aire acondicionado dejaba pasar las horas más calurosas del día y sentado frente a la cristalera, cuando la idea fue tomando cuerpo.


Acercarme a la cercana estación y comprar un billete.


Una mañana y tras hablarlo con Adri la noche anterior decidí poner en marcha mi plan. La idea era sencilla comprar un billete de tren y pasar el día en la cercana ciudad de Malange, la capital diamantífera de Angola, dormir allí y volver a N’dalatando al día siguiente. Así que de buen ánimo salí de casa, cruce con precaución la carretera, los grandes camiones que circulan por la misma no respetan a nada ni a nadie, y me acerqué al gran edificio pintado de naranja y blanco que forma la estación de ferrocarril.

 
Tras empujar las grandes puertas de cristal, entré en el vestíbulo de la misma. Es un vestíbulo grande, alto, luminoso, limpio, con decenas de sillas de color naranja alineadas unas detrás de otras en rectas filas. Silencio. Salvo por mi presencia allí no había nadie. Mire a los laterales buscando algún panel informativo pero claro, si no hay gente qué sentido tiene que haya paneles, así que me acerque a una taquilla abierta, también es cierto que es la única que no tenía cerrada la ventanilla y había luz, para comprar mi billete. La taquilla, moderna y funcional, como no podía ser de otra forma estaba vacía. Esperé unos minutos, carraspeé, dije hola en voz baja, pero no apareció nadie. Tosí algo más fuerte, dije hola en voz más alta, pero seguía sin aparecer nadie. Cuando estaba a punto de desistir, desde detrás de una puerta que se abrió en la pared apareció por fin un hombre. Vestía una camisa blanca de manga corta, pantalones oscuros, corbata a juego y chanclas.

 
Serio y responsable se acercó a la taquilla, se sentó en la silla, se colocó la corbata y entonces con una gran sonrisa me preguntó a través de la ventanilla que deseaba.

 
- Un billete ida y vuelta a Malange- le dije en mi mejor portugués

 - Hoy ya no hay ningún servicio - Me contestó el hombre sin dejar de sonreír desde detrás del mostrador.

- Sí lo sé, pero lo quería para mañana miércoles a primera hora y la vuelta para el jueves

- No, tampoco hay billetes para mañana.

- Y ¿eso?

- El tren para Malange, pasa el lunes por la mañana y no vuelve hasta el viernes por la tarde.
- ¿Y a otro lugar?

 - A Luanda, en el tren que viene de Malange los viernes -Me respondió el hombre mientras me miraba con cara de este blanco no es muy listo.

- Comprendo. Gracias.

Despacio me aleje de la taquilla y me acerque al gran ventanal desde el que se podía ver la playa de vías.


De refilón, vi como el hombre abandonaba su puesto y se perdía de nuevo en el interior del edificio. Miré al exterior. Conté las vías y llegué hasta cinco, aunque dos de ellas estaban semiocultas por la maleza y las malas hierbas que crecían sin control. En una tercera, justo frente a mí, había una locomotora de vapor con su tándem incluido. Era una vieja locomotora negra y llena de herrumbre, que estaba claro había conocido tiempos mejores. Las hierbas y matojos que crecían entre sus ruedas y ejes, me indicaban que posiblemente no se había movido de allí desde la huida de los portugueses hace cuarenta años. Las dos vías más cercanas al edificio, limpias y con su balasto perfecto, imaginé que son las que debía utilizar el tren que paraba allí dos veces por semana. Me acerque algo más al ventanal y mire hacia los lados. A mi derecha había un pequeño tinglado ferroviario compuesto por dos pequeños almacenes, cuyas puertas y ventanas estaban cerradas y un minúsculo taller igualmente cerrado. Más allá estaba el cruce de las vías con la calle que lleva al supermercado y que como siempre estaba repleto de vendedores ambulantes, motocicletas que van y vienen y gente andando con su mercancía en la cabeza. Hacia el otro lado, a mi izquierda, las vías tras unificarse en una sola se perdían entre las pequeñas casas de adobe de uno de los “musseques” que rodean el centro de la ciudad.
Me di la vuelta y despacio me acerqué a la primera de las filas de asientos de plástico naranja. Me senté en uno de ellos dejando la mochila en el suelo. Mientras disfrutaba del aire acondicionado miré a mí alrededor. Allí estaba yo, sentado en el vestíbulo de una estación nueva, reluciente, grande, preparada para atender a decenas de viajeros que esperaban para ir hacia algún destino o que descendían de los diversos trenes, pero estaba solo y me sentí extraño y fuera de lugar. Cómo si lo que no encajase allí, fuese mi presencia y no la falta de otros viajeros. Me sentí como un ladrón. Un ladrón que al entrar aquel día le hubiese robado a la estación una realidad diferente pero totalmente real de sillas sin gente, taquillas sin personal, silencio absoluto y la hubiese sustituido por otra más enrarecida de ruido de pasos, personal en las taquillas, voces susurrantes, pero mucho menos verosímil que la anterior. ¿Qué sentido tiene? ¿Para quién está puesto el aire acondicionado que con su lejano rumor únicamente hace más evidente el silencio del lugar? ¿Por qué están encendidas todas las luces y todos los fluorescentes que con su luminosidad solo acentúan los vacíos sin sombras? ¿Para qué tantas filas perfectamente alineadas de sillas naranjas que evidencian las ausencias? Por último, ¿Alguien alguna vez ha cogido el tren aquí? ¿Algún viajero ha descendido en esta estación del tren Luanda-Malange?


Por el rabillo del ojo, percibo que, al fondo, en la pared una puerta se abre, puede que sea la misma por la que desapareció el empleado, y veo como un guardia de seguridad se acerca y se para a mi lado. Me saca de mis ensoñaciones. Amablemente me pregunta si me encuentro bien. Le sonrío y le contesto que solo estoy descansando. Me sonríe. Le veo alejarse y perderse de nuevo tras la puerta. Tras unos instantes me levanto yo también. Me dirijo hacia las puertas y saliendo al calor del mediodía africano, me alejo de un mundo misterioso, y dejo que los fantasmas, los silencios, los vacíos vuelvan a tomar posesión de su mundo. Un mundo que solo he entrevisto y al que no se me ha permitido acceder.


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