Viajero desde
11/3/2020
Nick: HELIOGOBALO |
Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.
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Escribe el relato: julio
África, una vez más se vuelve a imponer. Estamos detenidos ante la única de las de las cinco cabinas existentes que está habilitada para pagar el peaje de la autopista, cuando una cabra que no se sabe muy bien de donde ha salido se pone a deambular entre los carriles vacíos. El animal cruza por delante de nuestro coche y se para en la isleta de cemento que separa nuestra cabina de la siguiente, después como si tuviera miedo y muy despacio baja a la calzada, olisquea y se pone a mordisquear las hierbas que crecen entre las grietas del asfalto. Pagamos y seguimos nuestro camino. Cruzamos el gran puente ahora por su parte superior y contemplamos desde arriba las aguas que hemos navegado no hace mucho, pasamos por delante de donde está colgada la góndola en la que están los obreros que siguen pintando el puente. Casi me dan ganas de pedir que paremos y saludarlos.
Según comentan, antiguamente Angola era un paraíso de fauna salvaje donde había elefantes, rinocerontes, hipopótamos, toda clase de antílopes, aves, cocodrilos, pero los muchos años de guerra, los bombardeos, las minas, la caza indiscriminada terminaron por casi exterminar a todos estos animales. Ahora el gobierno está reintroduciéndolos, en espacios protegidos como el parque que vamos a visitar, trayendo animales de países vecinos. Recuerdo como en un viaje entre la ciudad de N’dalatando y su vecina Dondo un adolescente sentado en la cuneta de la carretera, ofrecía para la venta y posterior consumo, un felino de mediano tamaño que acababa de cazar. También que la única vez que he visto una palanca negra, el antílope que es el símbolo nacional, ha sido en una escultura a tamaño real hecha por un artista local que había a la entrada de la fábrica de cervezas de Dondo.
Al poco llegamos a la entrada del parque nacional de Quissama, estacionamos mientras el guía saca las entradas, mientras esperamos a terminar el tramite vemos unos pequeños monos de color negro rebuscar entre el montón de basura, latas, botellas de plástico, restos de comida, que hay tirada en el aparcamiento. Una vez con las entradas en la mano nos ponemos nuevamente en marcha. Avanzamos por el interior del parque unos 10 ó 15 minutos hasta llegar a una zona de edificios que permiten pasar la noche dentro del parque. Es la última oportunidad que tendremos de ir al baño hasta que volvamos a Luanda. Todos bajamos del coche. Adri me comenta que había pensado que hiciésemos noche ahí pero que antes quería ver cómo eran las instalaciones. El lugar es precioso. El edificio tiene un cierto aire a una quinta portuguesa. Floridas buganvillas de flores rojas y amarillas cubren las paredes. El comedor es sencillo pero agradable, con amplias ventanas de medio punto que permiten ver el paisaje, en una esquina hay una chimenea con unos troncos ardiendo. Una de las mesas está ocupada por una pareja de media edad, ambos indudablemente angolanos, que disfrutan de una botella de vino. Nos enteramos que todas las noches hay un concierto de música en vivo. Salimos y nos acercamos al mirador. El rio Kwanza ancho, interminable se extiende a nuestros pies, vemos la selva que hace poco nos agobiaba y rodeaba y vemos los campos de cultivo que se extienden más allá de ella. Al fondo a la derecha al lado de lo que parece un palmeral perdido en el paisaje se ve un pequeño pueblo.
Nos volvemos a reunir y descubrimos que a nuestro vehículo le han quitado la lona que cubría el techo y que podemos viajar de pie. Vemos también un guardia armado con un kalashnikov sentado en el asiento del copiloto. El guía nos comenta que, por motivos de seguridad, para evitar ataques de algún animal salvaje, nos acompañará durante todo el viaje. Miro a Adri con incredulidad, ella hace un gesto de resignación con sus manos, nos reímos y montamos en el coche.
Avanzamos por caminos polvorientos, altas hierbas crecen al borde del camino, según nos introducimos en la reserva vemos solitarios baobabs y bosquecillos de acacias. Reconozco que esto nervioso, inquieto por la posibilidad de ver animales en libertad. Al poco, de entre la maleza veo surgir el cuello largo de una jirafa. Su andar es tranquilo y elegante, le siguen otras dos jirafas algo más pequeñas, se acercan a las acacias y sin preocuparse de nosotros mordisquean las espinosas hojas. El coche disminuye la velocidad, mientras nosotros disparamos fotos sin parar. La agitación se apodera de los cuatro turistas. Avanzamos despacio y las jirafas van quedando atrás. Según avanzamos nos cruzamos con otros grupos de jirafas, nunca más de tres o cuatro ejemplares en cada grupo. Vemos un grupo numeroso de gacelas. Son animales gráciles de color marrón claro con el vientre blanco y una gran franja negra separando el marrón del blanco y una pequeña cola de color oscuro que mueven incesantemente. Los machos están adornados con dos largos cuernos, mientras que los de las hembras son diminutos o inexistentes. Ramonean tranquilamente las secas hierbas. Avanzamos entre altas hierbas y unos árboles de tronco no muy grueso que solo se ramifican en su copa. João nos comenta que se llaman miombos y que son endémicos de la sabana africana, también nos explica que tienen la particularidad que a pesar de ser de hoja perenne y dependiendo de la estación sus hojas cambian de color, siendo rojizas o marrones en el periodo seco y verde en el periodo húmedo. Pese a ser octubre y que el “cazimbo”, el periodo seco, debería haber terminado hace ya un mes las hojas de los arboles lucen de un color marrón.
Preguntamos si en el parque hay leones, el guía nos dice que no, pero que están en contactos con el gobierno de Kenia para reintroducirlos. Entra los arbustos vemos un grupo de Ñus. Me sorprende un poco ver los delgados que están, se les notan las costillas, aunque imagino que es que son así y soy yo que se había hecho una idea equivocada de estos animales que rápidamente se pierden entre los arbustos de la sabana. El guardia nos propone ir a buscar elefantes. Todos aceptamos encantados. Nos salimos del camino marcado y nos introducimos entre los altos matorrales por una estrecha senda apenas visible. Cuando digo altos no exagero, las hierbas llegan hasta la parte superior de la ventanilla del todoterreno. Cruzamos bajo las ramas de un árbol donde hay una pareja de monos despiojándose. Llegamos a la orilla de un rio, pero nada, siguiendo las indicaciones del guardia el coche recula, gira y avanza en otra dirección, la vegetación se vuelve cada vez más tupida y densa, los matorrales y cañas golpean con fuerza los laterales del coche, realmente no sé si el conductor sabe el camino que debe seguir o vamos un poco a ciegas.
Avanzamos por medio de la sabana, no se ve que sigamos ningún camino o sendero hasta llegar a un pequeño bosque donde nos detenemos, aquí según el guía se vieron elefantes hace un par de días. Escrutamos el horizonte con los prismáticos. Vemos aves y más gacelas de diversos tipos, pero ningún elefante. Pienso que el elefante no es un animal tan pequeño que no lo viésemos a simple vista. Al final nos damos por vencidos, parece que los elefantes se han ido a otra parte del parque algo más alejada.
Hemos vuelto al camino principal, y de repente de entre los arbustos aparece un animal precioso. Es una especie de antílope que no había visto nunca. Es un mamífero grande de pelaje marrón claro o gris y con una crin blanca que les recorre todo el lomo y lo que más me llama la atención son sus grandes orejas que tienen su interior de un color rojizo intenso. Además, los machos poseen unos cuernos curvos imponentes. Son Kudos nos comenta João. Los animales como si fuesen modelos acostumbrados a la fama, se quedan en el sitio mientras les fotografiamos.
Empezamos a regresar, el sol se empieza a poner tras nosotros dejándonos un atardecer impresionante, con un cielo por fin limpio de nubes que parece arder en todas las tonalidades de amarillo. Al paso del coche de entre los matorrales salen corriendo asustados una familia de jabalís verrugosos. Poco después y como si quisieran despedirse una familia de jirafas sale a nuestro paso y cruzan por detrás del coche dejando que su silueta se recorte sobre el atardecer ofreciéndonos la estampa que todo el mundo espera de África cuando hace un safari fotográfico.
Es noche cerrada cuando salimos del parque y nos dirigimos de vuelta a Luanda. Viajamos en silencio. Según nos acercamos a la ciudad el tráfico se incremente hasta quedar atrapados en un embotellamiento a la entrada de la ciudad, justo al lado de un nuevo y gigantesco centro comercial. El centro de únicamente dos plantas de altura, pero a cambio muy ancho y largo es feo y hortera, como sólo pueden serlo los edificios construidos para impresionar. La fachada en supuesto mármol blanco está recorrida enteramente por luces de neón de color rosa y azul. En el techo se ven los aparatos del aire acondicionado, a la entrada una fuente, con delfines también hechos en neón, da la bienvenida a los posibles clientes. Realmente tiene más pinta de club de carreteras que de centro comercial. Colocado en la fachada un cartel anuncia el precio de alquiler de los locales; desde 500 $ el m2. Así que ya sabéis, si estáis pensando en poner un local en un centro comercial hortera y a la última en Angola estos son los precios que se manejan.
Por fin acabamos por entrar en Luanda. Lo hacemos por la zona de Quinanga, una zona de condominios para gente con posibles y concesionarios de marcas de lujo y tras pasar Chicala, una zona de chabolas y pobreza extrema junto al mar, nos dirigimos hacia el centro de la ciudad para dejar a los alemanes en su hotel de 4 estrellas. Tras despedirnos de ellos, el coche se dirige ahora a dejarnos en nuestra casa. Nuestro barrio no está lejos del hotel de los alemanes y llegamos en poco tiempo. Les pedimos que nos dejen en la esquina de nuestra calle ya que nos queremos tomar una cerveza antes. Tras despedirnos de João y el chofer, nos dirigimos al bambú. Nos sentamos en el jardín del spa y nos pedimos dos Cucas, nuestra marca preferida de cerveza angolana. Nos relajamos mientras las saboreamos despacio y charlamos del día.
Son cerca de las 8 de la tarde cuando llegamos a casa y estamos realmente cansados. Aun así, Adri tiene que responder unos correos del trabajo. Tarda el tiempo que yo utilizo en darme una ducha. Es en momentos así cuando echo de menos que la casa no tenga agua caliente, pero al menos tenemos agua me consuelo. Ella termina de ducharse y nos metemos en la cama. No tardamos en quedamos dormidos, arrullados por la música electrónica con la que siempre nos deleita desde la casa de enfrente nuestro vecino D.J., que todas las noches parece tener fiesta en su casa
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