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Nick: HELIOGOBALO

Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.

 QUISAMA (I)

 Escribe el relato: julio

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Por el horizonte clarea un día que amenaza con ser caluroso y húmedo. Grandes nubarrones negros cubren el cielo de Luanda impidiendo que el sol comience a iluminar las miserias de la ciudad. No son aún las seis de la mañana cuando Adri y yo abrimos el portón de la casa y salimos a la calle para esperar el coche que debe venir a buscarnos. Desde detrás de la furgoneta, aparcada en el patio, sale todo presuroso y algo adormilado Bonito nuestro guardia para despedirnos. Andamos por el centro de la calzada camino de la avenida, los “seguranzas” que dormitan arrebujados bajo una manta en sus sillas delante de las viviendas, abren un ojo a nuestro paso y nos saludan con un gesto de la mano. Nosotros les devolvemos el gesto. No hemos llegado a avanzar unos cincuenta metros cuando desde la calle principal, aparece haciendo un giro un inmenso Land rover con todas las luces encendidas que avanza rápido hacia nosotros. Nos hacemos a un lado. El vehículo de color amarillo y con el nombre de una empresa de turismo pintado en sus laterales se detiene a nuestra altura. Un hombre asoma la cabeza por la ventanilla y sonriendo pregunta por Adriana. Tras confirmarlo, nos abre la puerta y subimos al todoterreno.

El interior del vehículo está oscuro, pero adivino que además de la persona que nos ha hablado y el conductor, hay otros dos asientos ocupados. Saludo en inglés y portugués, los hombres, luego averiguaremos que son alemanes, devuelven el saludo en inglés. Tras acomodamos en la fila de asientos del medio y abrocharnos los cinturones de seguridad, el coche se pone de nuevo en marcha. Pasamos por delante de la puerta de nuestra casa y veinte metros más allá llegamos a la calle de tierra que marca el límite entre nuestro pequeño barrio de clase media y el inmenso barrio de chabolas. Oigo como los dos alemanes, sentados en la última fila de asientos, cuchichean entre si al ver las humildes casitas que se amontona unas sobre otras y a las mujeres y niños que ya a esas horas forman cola delante de la única fuente de agua potable que hay, para conseguir llenar en el caño sus bidones y barreños.


Realmente cada vez que he venido hasta este punto de la calle y han sido varias, ya que solemos comprar los tomates y los pimientos para las ensaladas a unas mujeres que ponen aquí su puestecito, siento que estoy en una frontera. Concretamente en la frontera más clara y nítida de todas en las que haya estado nunca. No es una frontera física, o quizás sí, entre países, ni entre etnias, no hay puestos de control tampoco garitas, ni policía, ni oficiales de inmigración ni tienes que enseñar el pasaporte, tampoco hay banderas con colores distintos. Es una frontera mucho más profunda y diferenciadora entre dos mundos. A un lado el mundo de casas de tres plantas, espaciosas, de buena construcción, con teles planas de cincuenta pulgadas y antenas parabólicas en los tejados, de aires acondicionados en cada habitación, de wi-fis, de pequeños jardines con cuidado y verde césped protegidas por altos muros, y sobre todo con agua corriente saliendo de los grifos, regando los jardines, llenado las cisternas y lavadoras, saliendo de las alcachofas de las duchas. Y al otro lado el submundo de calles y callejuelas de tierra apisonada, con regueros de agua macilenta corriendo por su medio, con viviendas bajas de como mucho 15 metros cuadrados, con sus paredes hechas de adobe y excrementos con tejados de chapa, plástico o uralita, hacinadas unas al lado de otras, insalubres, sin servicios de ningún tipo, sin luz, más allá de la que alguien roba por medio de una cable que cuelga flácido de una farola cercana o la que proporciona una lámpara de petróleo y sobre todo sin agua. Cuesta imaginar una vida en la que no hay agua para que la gente pueda bañarse, pueda cocinar, pueda limpiar, asear su casa, lavar sus platos más allá de las que puedan acarrear las mujeres y los niños desde la fuente en los bidones.


Tras una maniobra y tras cambiar de sentido, dejamos atrás las chabolas y nuestra casa y nos introducimos de cabeza en la gran avenida, que vertebra nuestro barrio luandés de “Maianga”, por lo temprano de la hora aún no hay mucho tráfico, pero pese a ello el anuncio de las congestiones que se formaran un poco más tarde ya está presente. No han pasado ni cinco minutos desde que nos recogieron, pero ya ha terminado de amanecer. Siempre me han gustado los amaneceres, tienen un algo mágico como de renovación. Un nuevo día cargado de ilusiones y anhelos, de sueños forjados por las noches aun por cumplir, de esperanzas aun intactas, de oportunidades dispuestas y listas para ser aprovechadas. Es un lienzo en blanco aun no manchado por las miserias del día a día Mientras avanzamos hacia el exterior de la ciudad, nuestro guía nos comenta cómo será el día. Cómo discurrirá la excursión al parque nacional de Quissama.

Hemos dejado atrás la ciudad y avanzamos a buena velocidad por la carretera que va al sur, hacia cabo Ledo, el trafico como en todas las carreteras angolanas es caótico e imprevisible. Al final el día está nublado y poco luminoso y parece que va a hacer bochorno. Lo alemanes hablan entre ellos y Adri dormita apoyada en mi hombro, yo voy contemplado el paisaje. La carretera discurre entre el gris del océano atlántico a la derecha y un bosque interminable de inmensos baobabs a la izquierda que se levantan sobre el seco terreno que forma aquí la costa angolana. Son los baobabs, arboles solitarios y gigantescos, literarios, de tronco inabarcable y altas ramas terminadas en pequeñas hojas verdes y de semillas tan grandes como melones que cuelgan de las ramas y que llaman “macua” y de las cuales los angolanos tras rayarlas y dejarlas fermentar, producen un licor casero de sabor agradable y ligeramente alcohólico. De esto último puedo dar fe que no es enteramente cierto y que el resultado es algo más que ligeramente alcohólico.

Habrá transcurrido más o menos una hora desde que salimos de Luanda, cuando hacemos nuestra primera parada. Dejando la carretera, nos introducimos por un camino de tierra y al poco llegamos a lo que llaman el “Miradouro da lua”, el Mirador de la luna. Descendemos del coche. El aire es pegajoso, húmedo, pesado. Andando nos dirigimos al borde de la escarpadura. A nuestros pies se extiende una visión casi mágica, fantasmal, un lugar donde la lluvia y el viento ha producido al erosionar la tierra un paisaje donde cientos de montículos de color marrón o gris y de diversas alturas se extienden hasta la misma orilla del océano y en el que solo algunos arbustos dispersos aquí y allá rompen con su verdor la monocromía imperante. El mirador en si es un despeñadero que se extiende kilómetros a ambos lados de donde estamos situados y es un espectáculo en sí mismo. Bandas de tierra de colores ocres, de rojos, de amarillos recorren longitudinalmente sus paredes provocando un vivo contraste con lo que vemos una centena de metros más abajo, con el azul del mar y con el gris negruzco de las nubes que cubren todo el cielo. Impresiona mirar a la derecha o la izquierda y ver como los colores terminan por difuminarse y fundirse en el horizonte. Realmente el nombre del lugar no puede estar mejor elegido, es como estar dentro de una alucinación y no desentonaría en una película de ciencia ficción formando parte de un paisaje lunar.


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