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Nick: HELIOGOBALO

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 ESTAMBUL A MI AIRE

 Escribe el relato: julio

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Reconozco que nada más poner el pie en la ciudad me enamoré sin remedio de ella y descubrí, que es una ciudad mágica. No sabría muy bien deciros que es lo que para mi la hace única, si es por ese aire entre occidente y oriente que hace que se mueva igual de cómoda entre los dos mundos, o esa mezcla entre modernidad y tradición sin llegar a decantarse por ninguno de las dos épocas o como mantiene el equilibrio entre el laicismo y la religiosidad... Todo esto hace que la antigua capital sea una ciudad para ser descubierta en y por todos los sentidos.

Sentidos que son estimulados de mil maneras diferentes. Como definir si no, a ser despertado por los llamamientos del almuédano a los fieles para la primera oración de la mañana, o sentirse siempre envuelto por el incesante bullicio de una ciudad vital, que no duerme nunca, cuyos mercadillos se encuentran en funcionamiento día y noche, o notar la esencia misma de la ciudad cuando paseas por sus viejos barrios llenos de casas de madera.

Creo que pese a ser toda una experiencia el coger un taxi y disfrutar de su infernal trafico, sintiendo como a cada instante el taxista esquiva en el ultimo minuto a otros vehículos o toca el claxon compulsivamente para al final acabar en medio de un impresionante atasco, la antigua Constantinopla es una ciudad para ser descubierta a pie.
Nada mejor para conocerla que andar por sus barrios, Eyüb, Fener, Besithak, Ortakoy.. deambular por sus callejas, pararse ante sus pastelerías, curiosear los escaparates de sus comercios, sentarse en alguno de sus pequeños cafés y disfrutar del fuerte, espeso, aromático y lleno de posos café turco, o quizás de un aromático té de cerezas, mientras frente a ti alguno de los miles de gatos y que son los verdaderos dueños de la ciudad, se acicala indiferente al ajetreo que les rodea. Entrar y ocupar una mesa en alguna pequeña tasca, donde comen diariamente los “estambulies” de a pie. Un lugar de esos que no vienen en ninguna guía, ni tienen bonitas vistas a Santa Sofía, donde solo el más antiguo de los lenguajes hace que sea posible que acabes entendiéndote con el camarero, el dueño del restaurante, su mujer y dos comensales, pero cuyo menú si no en longitud y presentación sí en sabor y calidad no tiene nada que envidiar a ninguno de los grandes restaurantes, pero con la diferencia que acabas riéndote con el camarero de las desgracias del Madrid o del BarÇa.

No es fácil describir la imagen que desde la ventana de mi hotel pude disfrutar todos los días de mi estancia. Una ventana que daba a una pequeña y tranquila calle lateral, y donde independientemente del día de la semana que fuera, nada más clarear, abría sus puertas, aunque mas bien deberíamos decir que se apropiaba de la pequeña calle con sus mesas un pequeño puestecillo, mitad café mitad puesto de fruslerías y que desde el mismo momento en que acababa de poner la ultima silla, no dejaba de recibir la visita de sus habituales. Hombres vestidos con trajes de estilo europeo unos, otros con chilabas, algunos, los más jóvenes en vaqueros, unos vestían humildemente otros de forma atildada, todos ellos se sentaban y durante cinco minutos, antes de dirigirse a sus obligaciones, disfrutaban de lo que más tarde averiguaría que era çay (té) y charlaban despreocupadamente con las otras personas que allí se reunían. Era un trasiego humano constante que no cesaba mientras la ciudad iba recuperando su ritmo. Mientras a su alrededor, y terminando de formar un cuadro costumbrista las mujeres y los niños se apresuraban a comprar el pan o hacían una pequeña cola para adquirir, en la tienda que hacia esquina enfrente del barecito, las minúsculas bombonas de gas con las que cocinan.

Un sentido que en esta ciudad no para de trabajar es el del olfato. Desde primeras horas de la mañana no dejan de asaltarte multitud de aromas y olores, ya sea a café y pan recién hecho por la mañana, a fritanga y pescado en el muelle de pescadores, a azúcar y miel cuando pasas delante de una pastelería, a fruta fresca y deliciosa en cualquiera de los mercadillos que inundan la ciudad o a especias y queso fresco en el increíble bazar egipcio.

Creo que algo que se debe hacer cuando visitas Estambul, es subir a uno de los innumerables barcos que surcan el Bósforo, y que unen el centro de la ciudad con sus diversos barrios, sentarse en una de las bancas de la zona descubierta, si el tiempo acompaña y sentir el sol y el viento en la cara, o si no desde el interior del barco a través de las cristaleras,  y disfrutar del paisaje donde se mezclan bosquecillos junto a zonas urbanizadas, bellísimos  palacios de mármol como el de Dolmabahce o el de Beylerbey se alzan al lado de antiguas casas de madera, fuertes de la época bizantina junto a elegantes casas de verano de la aristocracia turca convertidas ahora en hoteles de lujo, de barrios aristocráticos y de otros mucho más humildes. Observar el ajetreo de la gente que sube y baja en los diversos apeaderos, incluso atrevernos a descender nosotros mismos en alguno de esos barrios desconocidos, uno que nos resulte atractivo y deambular un rato por el mismo, mezclarse con su gente o quizás disfrutar de unos jugosos melocotones comprados en una pequeña tienda del barrio y cuando nos cansemos, volver al embarcadero y esperar sentado el próximo barco, mientras disfrutamos de la brisa marina y la puesta de sol.

Y claro pasear por Estambul es pasear y entrar en sus bazares, mercados y rastrillos, desde el espectacular Gran Bazar, con sus kilométricos pasajes y miles de tiendas hasta el mas humilde de los mercadillos callejeros pasando por el precioso Bazar de las especias o egipcio. Tocar y sentir la multitud de productos que se ofrecen a nuestros ojos, de la rigidez del cuero a la suavidad del algodón, dejarse deslumbrar por los falsos destellos del bruñido bronce y la pálida luminosidad de la plata, disfrutar de tacto algodonoso de las alfombras y kilims que se ofrecen por todos lados, del rojo intenso del te de cereza al verde del mejor pistacho iraní, embriagarse con los aromas que desprenden las ciruelas que vienen del mar negro. Decidirse a entrar junto con el vendedor al interior de su tienda y charlar tranquilamente con él frente a un vaso de çay, mientras intenta convencerte de que no quiere venderte nada y solo quiere ser tu amigo a la vez que despliega frente a ti todas sus artes de seducción a la par que su mercancía. Déjate llevar por ese juego tan antiguo como la humanidad que es el regateo y en el cual al final no hay ganadores ni perdedores y donde todo el mundo sale contento. Practicar aquí, ese otro sentido, totalmente atacado por un millón de estímulos que es el de la moderación en las compras, sentido que la más de las veces acaba siendo derrotado. Claro que también puedes disfrutar con la sensación de ser “timado” por un vendedor callejero mientras adquieres unas burdas imitaciones de Channel nº 5, o de KC por unos pocos euros, mientras a tu lado una pareja de alemanes, compradores ellos mismos unos instantes antes, te gritan,” Don’t buy, don’t buy. it´s false” Como si no fueras consciente de ello desde el primer momento, cuando has visto las mercancías y al vendedor.


Disfrutad de la belleza de sus hombres y mujeres, alejados del tópico del turco de tez cetrina, mirada feroz y con bigote. Asombraros al principio de la cantidad de turcos que son altos, rubios y que tienen los ojos azules, hasta llegar a recordar que los arios son originarios de la Anatolía. Ver como dos chicos sin ser homosexuales van cogidos de la mano, pues ir de la mano es el máximo símbolo de la amistad en Turquía. Sentir como tu cerebro desbarra al ver dos chicas una en chador y la otra con la minifalda más mini que pueda aún ser definida como falda, ir juntas de compras, riendo, charlando como amigas que son. Salid por la noche, recorrer sus bares y puede que acabéis en una discoteca ubicada en un quinto piso, curiosamente muchos bares y restaurantes de la ciudad están en áticos o azoteas de los edificios, celebrando el cumpleaños de un japonés al que acabas de conocer comiendo deliciosas lenguas de gato. Y si al final de la noche debes preguntar a la policía turística como se llega a tu hotel, ya que no recuerdas donde está, solo puede significar que estas totalmente perdido o que has abusado del rico aguardiente turco conocido como “rakis”.

Visitar alguna de sus grandes  mezquitas, quizás Süleimaniye o Fatih, allí observar el rito de la ablución y una vez en el interior contemplar esa especie de coreografía donde  la gente primero está de pie, posteriormente se arrodilla para acabar postrada mostrando su sumisión a Allah o mejor aún sí tenéis la suerte al visitar alguna pequeña mezquita de barrio de ser testigos de cómo unos críos vestidos con sus mejores galas entran, por una puerta lateral, alegres los menos y llorosos los más a los recintos interiores de la misma, donde les espera el cirujano para circuncidarles, mientras que sus padres rebosantes de alegría les esperan fuera para colmarles de regalos y besos y conducirles a continuación, en coches adornados con cintas blancas, a una gran fiesta. O quizás puedas cruzarte con algo menos festivo como es un entierro y ver como el finado es conducido envuelto en una mortaja blanca a hombros de sus amigos y familiares, mientras una multitud desordenada le sigue a pie recitando salmos del Corán hasta uno de los cementerios de la ciudad. Y puede que este sea uno de los secretos mejor guardados de Estambul, el que dicen que es cementerio más hermoso del islam y sin lugar a dudas es cierto. El cementerio de Eyüb. Y ya que estamos allí, nada mejor que ascender por la colina admirando las preciosas y trabajadas lapidas, para acabar tomando un café, un té, un refresco en la terraza del afamado café Pierre Loti, mientras ves atardecer y observas como poco a poco el Bósforo se va cubriendo de reflejos dorados del sol.

Y claro, Estambul es como no, el recuerdo de su gloria pasada como capital de tres imperios. Pasear por el hipódromo y admirar el obelisco de Constantino, desde ahí girarse y contemplar la palidez rosada de Santa Sofía, entrar a la misma y quedarse boquiabierto ante la inmensidad de su bóveda, es como si el cielo estuviese suspendido entre sus cuatro muros, observar el punto donde eran coronados los emperadores bizantinos, subir por las escaleras y ver los extraordinarios frescos, que después de siglos de ocultación, vuelven a ver la luz.  Acercarse a la vecina mezquita azul y maravillarse ante sus altos y estilizados minaretes, solo igualados en número por la mezquita de la Meca, entrar y sentirse sobrecogido por las mil y una lámpara que cuelgan de sus altos techos. Ir a ver sus impresionantes y bien conservadas murallas, eso sí intentando evitar si es posible que los niños os apedreen desde lo alto de las mismas, o bajar a visitar a la enigmática medusa encerrada en un bosque de de columnas en su gigantesca cisterna subterránea. Entrar en el palacio de Topkapi y vislumbrar siquiera unos retazos de la grandeza de la Sublime Puerta. Andar pos sus preciosas estancias imaginando intrigas palaciegas, de traiciones cocinadas al fresco de los jardines, intentar comprender la desgracia de las mujeres que llenaban sus harenes.

Contemplar desde alguna ventana de palacio el barrio Genovés inconfundible por la torre Gálata que se adueña de todo el paisaje. Acercarnos a esta y disfrutar, si puedes entre tanto turista, de un hermoso atardecer y descubrir el porqué del sobrenombre del cuerno de oro, Haliç en turco, perderse por las calles aleñadas, descubriendo minúsculas tiendas de música y pequeños cafés hasta llegar a la famosa calle Istakal Cadessi, repleta de tiendas de las marcas de moda y de cafés atestados de turistas  y recorrerla entera gracias al pequeño tranvía que incansablemente hace el recorrido hasta llegar a la plaza Taskim, epicentro de todos las protestas y huelgas. Y ya que estas aquí porque no acercarse al centro cultural francés y tomar un café acompañado de la más fina repostería francesa, o porque no, ir al vecino Instituto Cervantes y ver qué actividades culturales hay ese día en la ciudad. O quizás, prefiramos deambular por el barrio de Beyoglu y acércanos a alguno de los míticos hoteles donde descansaba Hércules Poirot cuando estaba en la ciudad después de descender del Orient Express y si no igual preferimos un Martini mezclado no removido, mientras seductoras mujeres nos hacen creer que el mañana nunca muere. Aunque claro a lo mejor preferimos hundiros aun más en la historia y acercarnos a las vecinas ruinas de Troya, y creernos por un instante, la bella Helena, el pusilánime Paris, el valiente Héctor, el enfurecido Aquiles, Ulises el más astuto de los griegos, o el obstinado Agamenón, o cualquier otro de los héroes cantados por el ciego bardo.

Pero también antes de emprender ese viaje a la antigüedad clásica podemos aún en la ciudad, pero fuera de su centro turístico acercarnos a la antigua iglesia de San Salvador de Cora o Chora y extasiarnos ante lo que quizás son las mejores pinturas del arte bizantino que yo haya podido contemplar. Mosaicos y frescos se muestran ante tus ojos reclamando toda la atención. Uno siente que se pierde en sus dorados, en sus azules, que hay mil detalles a los que se debe prestar atención, que le falta conocimiento para disfrutar plenamente de lo allí expuesto. Para llegar aquí, necesitaremos predisposición y ganas ya que no hay transporte público y está en lo alto de una colina. Y una vez allí quizás nos apetezca acercarnos hasta la cercana mezquita Fethiye, antigua iglesia de la madre de Dios o Pammakaristos, que no se diga que no sabemos idiomas, y extasiarnos ante su pantocrátor  

Una vez salgamos de aquí podemos descender hacia la mezquita de Eyüb, paseando por el barrio de Fatih, un barrio lleno de tradición y contraste  donde no es difícil mirar por una ventana y ver a un anciano estudiando el Corán, mientras en la calle los cafés están llenos de hombres barbudos con turbante y las mujeres cubiertas con chador hacen la compra, realmente parece que hayas pasado de una ciudad moderna y cosmopolita a una ciudad totalmente medieval y puritana, impresión que se desvanece al dar la vuelta a la esquina y encontrar un pequeño bar, con mesas de madera y varios grifos de cerveza que funciona además como  casa de apuestas, donde disfrutar de una Efes después de la caminata y picar algo, quizás unas Koftas o unas Lahmajun las pequeñas pizzas turcas, mientras el resto de las mesas se van llenado con los trabajadores que  después de una dura jornada de trabajo quieren relajarse delante de una jarra rebosante de espuma.

Por ultimo, no quisiera acabar esta reseña sin hacer una mención a uno de los placeres que Estambul nos ofrece y es la variedad de su cocina y de su repostería, no podemos estar en Turquía sin disfrutar de sus afamados kebab, sus pinchos morunos o Koftas, sus sabrosos estofados de ternera o cordero, sus riquísimos platos a base de berenjenas y tomates, sus ensaladas con yogurt, su rico pan, parecido a la pita griega pero más grande, sus ricos pescados que cocinan delante tuyo y que aún están vivos cuando te sientas en la mesa. Sus sopas de lentejas y otras legumbres, sus diversos guisos de carne. Y claro cómo no, sus dulces. Como en toda la cocina árabe, los postres turcos son la empalagosa perdición de los golosos, capas y capas de miel sobre crujientes hojaldres y cubiertos por una capa de riquísimos pistachos, montañas de azúcar y canela sobre suavísimos bizcochos, pequeñas tartaletas rellenas de jugosas frutas que hacen que cuando los introduces en la boca te sientas transportado al paraíso.

En fin, una ciudad de la que enamorarse y a la que con solo una visita no te da tiempo a agotarla, a conocerla y por lo que es necesario volver más de una vez


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