Viajero desde
11/3/2020
Nick: HELIOGOBALO |
Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.
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Escribe el relato: julio
Sé, aun sin mirar el salpicadero, que circulamos a mayor velocidad de lo que permiten las normas. Sé también que, sólo diciendo George, por favor, volveríamos a la velocidad correcta. Pero sé por otro lado, que no es el momento. Miro a Wilsa, a Pedro, a Johnny, al resto de los compañeros que me han permitido acompañarles en esta salida de trabajo. van distendidos hablando entre ellos y tranquilos sin la presencia de Adri la “Chefa”- Me relajo y miro por la ventanilla, hace rato que ha amanecido y puedo disfrutar del paisaje. Después de abandonar la carretera general en Lucala, hemos dejado el llano y comenzado la ascensión. Según subimos va apareciendo ante nosotros el amarillo de la sabana que cubre todo el terreno, salpicado por las manchas verdes que forman los bosquecillos y restos de la selva, al fondo a lo lejos se ven las rojizas colinas que rodean N`dalatando, enmarcadas por las llamas de los incendios y dividiéndolo toda la gran herida azul del rio Kwanza. Aún es muy temprano, y según vamos ganando altura va bajando la temperatura. Tanto así que debo abrocharme la chaqueta de chándal que me he traído como ropa de abrigo. Después de una curva el paisaje cambia y nos introducimos en un bosque. Es pura selva, la bruma matutina está atrapada entre los árboles, dándole a todo un aire fantasmal. Circulamos más despacio, ya que la visibilidad es escasa. Me entretengo viendo como los jirones de niebla se quedan enganchadas en las ramas y en las lianas que cuelgan de ellas, difuminando sus contornos. De vez en cuando, pasamos delante de una parcela desbrozada y cultivada. Las chozas de los campesinos, construidas de cañas y hojas, quedan un lado de la parcela. Tal y como apareció, repentinamente después de una curva, desaparece la niebla y con ella el bosque y comienzan a aparecer algunas casas dispersas.
Cinco minutos después, descendemos en la plaza de Samba Cajú, frente al centro comunitario, donde mis compañeros estarán todo el día reunidos. Tras echar una mano en introducir en el centro los materiales y preparar el espacio, me despido de ellos no sin antes quedar en volver a reunirnos a la 5 de la tarde para regresar a N’dalatando.
Antes de que en mi mente se forme el “pero qué coño hago aquí” comienzo a andar, decidido, por la calle principal del pueblo, aunque teniendo en cuenta que es la única tampoco es meritorio. Es una calle larga, muy recta, en la que hay más farolas que arbolado que de sombra y donde el polvo cubre el cemento que hace de asfalto- Al fijarme, me doy cuenta que camino rodeado por el sueño colonial portugués. Casitas individuales, de una o dos plantas, pintadas de bonitos colores, con porches y rodeadas de pequeños jardines que una vez estuvieron cuidados. En una de las vallas que separan la casa de la calle hay escritos unos versos en portugués. Dicen lo siguiente:
“Uno entre ellos, que el cargo ha recibido
Del mortífero engaño, así decía
Capitán valeroso, que has corrido
Del salado Neptuno la honda vía,
Del Rey que esta Isla manda tanta ha sido,
Por tu venida, el gozo y la alegría,
Que su deseo solo es complacerte,
Y de cuanto quisieres proveerte.”
Están firmados por Luis de Camoes, así que imagino que corresponden a Os lusiadas. Cuando llego al final del poema y mis ojos se encuentran con mis pies, me fijo en la acera. Está formada por pequeños cantos que forman un dibujo o entramado. Es el mismo tipo de pavimento que puedes ver en las calles de Lisboa, Oporto o cualquier otra ciudad portuguesa.
Sigo avanzando tranquilamente hasta llegar a una rotonda. Me paro y me fijo en los letreros escritos en las fachadas de las tiendas. Todas tienen nombres portugueses. La mayoría están cerradas o semiderruidas. En las que están abiertas sus dueños, angolanos jóvenes que me saludan al pasar, esperan sentados en las puertas a los posibles clientes. Cruzo la calle y sigo andando bajo el sol cada vez más inclemente de África. En una de las casas una cuadrilla de obreros vietnamitas, uno de los grandes misterios de la humanidad es como es que en cada obra del pueblo más mísero de Angola hay un grupo de vietnamitas trabajando, enfosca la fachada para tapar los agujeros de bala que la adornan. Me paro frente a la casa y observo como los trabajadores cubren minuciosamente cada recuerdo de pasadas batallas. No sé en qué momento la casa fue tiroteada. Quizás fue durante la guerra de la independencia o durante la guerra civil que siguió a esta. Pero la casa, al igual que sus vecinas y otros cientos de edificios en N’dalatando, Domdo, Lucala o cualquier otro pueblo hacen imposible olvidarse totalmente de la violencia que azoto a este país durante cerca de 40 años. Me sacan de mis pensamientos las risas de los obreros que han hecho un descanso en el tajo al ver al tipo blanco parado frente a ellos. Me rio con ellos y sigo caminando. Un poco más adelante veo los restos de un volkswagen escarabajo semioculto por la hierba en uno de los jardines. Al final a esto se reducen 500 años de colonia. Casas acribilladas con poemas en los muros y coches herrumbrosos comidos por las hierbas.
En mi paseo, reconozco que se me empieza a hacer largo, cruzo por delante de un colegio. Me detengo un instante y oigo los ruidos de los escolares. Las risas que salen de una clase, la voz del profesor en otra, el jolgorio de los que hacen deporte en el patio. Por fin, llego al final de la calle y del pueblo. Un poco más allá, en un descampado hay un ´pequeño centro de salud. Me acerco y para mi alivio, encuentro unas piedras para descansar un poco y aprovechando la sombra que proyecta la trasera del colegio me entretengo durante un rato viendo el trasiego de personas que entran y salen del ambulatorio. Alrededor solo hay campos labrados y bosquecillos de un verde muy vivo. Al lado de uno de los bosquecillos se ven los muros desnudos de lo que un día debió ser una fábrica o un almacén.
Es casi la hora de comer, así que abandono mi observatorio y después de cien pasos, contados, me encuentro de nuevo en el pueblo. Paso de nuevo por delante del colegio y apartando unas zarzas, me adentro en lo que una vez fue un jardín y me siento en el porche de una de las casas. Meto el meñique en uno de los agujeros de bala, no siento nada, tampoco tengo muy claro que debería sentir. Con tranquilidad apoyo la espalda en la pared y saco el bocadillo y la botella de agua de la mochila. El agua está caliente y el pan reblandecido, pero no me importa. Mientras estoy ahí sentado, veo pasar a los niños que ya han salido del colegio. Algunos al verme me saludan con la mano, otros sonríen y apresuran el paso.
Después de comer, y con pocas ganas, hace mucho calor y no hay apenas sombra, desando el camino. Me cruzo de nuevo con el coche desvencijado, con los obreros que ahora están tomando un te o lo que yo supongo que es te. Paso de nuevo por delante del poema épico, y al poco llego a la plaza de la que partí en la mañana. Es una plaza grande, con el suelo de tierra apisonada, abierta, con los caminos marcados por guijarros y dominada por una pequeña iglesia colonial pintada de blanco con franjas rojas y que cosa rara tiene dos campanarios, uno a cada lado del cuerpo central. Casi pegado a la iglesia, pero perpendicularmente a esta, hay un edificio que parece el ayuntamiento y a su lado, el centro donde están trabajando mis compañeros. Entre los dos edificios hay otro más pequeño, de aspecto bastante miserable, semioculto por un numeroso grupo de personas que esperan fuera y que no consigo saber que es. Al otro lado de la plaza un edificio largo, de dos plantas y pintado de amarillo ocupa toda la manzana. En sus bajos se ve un colmado. Y eso es todo. No hay ninguna otra construcción. Dispersos por la plaza unos árboles dan una sombra raquitica a unos bancos de piedra. De uno de los laterales de la plaza sale una carretera, que se dirige quien sabe a dónde en la que a lo lejos se distingue una gasolinera.
Me acerco a ver el interior de la iglesia. Resulta mucho más interesante por fuera que por dentro. Ni siquiera merece el esfuerzo de subir el zócalo sobre el que se eleva. Despacio la rodeo y descubro un pequeño cementerio en su parte trasera. Ni me acerco, desde donde estoy veo que no son más que unas pocas tumbas descuidadas y semiocultas por las hierbas. Vuelvo a la plaza y me siento en un banco de los situados bajo uno de los árboles cerca del centro comunitario. Me sorprendo cansado.
Me relajo bajo la agradable sombra y bebo las ultimas gotas de agua de la botella. Detrás de mi suenan las campanas de la iglesia. Me entretengo en ver el trajín de la gente que cruza por la plaza. Unas mujeres que llevan su compra encima de su cabeza charlan delante del colmado, unos hombres vestidos de traje que entran en el ayuntamiento, gente ociosa que pasea sin rumbo, comerciantes que venden su mercancía expuesta en sábanas extendidas en el suelo. La sombra de un ave rapaz cruza el cielo, me pregunto si hay halcones en áfrica. De repente la paz de la tarde de este pequeño pueblo se rompe y comienzo a oír un griterío. Veo como la gente deja sus actividades y se gira hacia donde provienen los gritos. Miro en la misma dirección, la de la carretera y la gasolinera. No consigo ver nada salvo a un grupo de gente que se arremolina y gesticulan. El grupo al que se van uniendo cada vez más personas según avanza, se dirige hacia donde me encuentro. EL volumen de los gritos es cada vez mayor.
La multitud se encuentra ahora a no más de 20 metros de mí y distingo como en el centro del gentío hay tres jóvenes, ninguno debe pasar de los 17 años. Entre los tres llevan a rastras a otro chico, de más o menos la misma edad. El joven recibe patadas y empellones de los otros tres. Es un ladrón gritan, le hemos pillado robando en la tienda de la gasolinera. De vez en cuando alguna de las personas que se arremolina alrededor de los tres chicos. se acerca al joven que esta tumbado en el suelo y le da una patada. Reconozco que no puedo dejar de mirar. Los jóvenes siguen golpeando al preso que con movimientos bruscos intenta zafarse de sus captores. Oigo como el chico grita que tiene hambre. Cuanto más se opone a que le arrastren, más patadas, puñetazos y empujones recibe. No sé si realmente será un ladrón, pero tiene todas mis simpatías. Nunca he sido mucho de linchamientos populares.
Veo como del edificio del que desconozco su función salen dos policías y se acercan a la turba. La gente, como animada por la presencia policial patea con más saña, si eso es posible, al chaval. Los agentes, cogen al chico por los brazos y se lo llevan aun a rastras al interior de lo que ahora sé que es la comisaria. Poco después, los mismos policías salen y se ponen a charlar con los tres captores. Vuelven a comentar ahora con más detalle lo que pasó. Que si son trabajadores de la gasolinera y que en un momento han pillado al chaval robando una bolsa de patatas fritas. Que ha echado a correr pero que ellos eran más rápidos y que después al no querer venir a la comisaria, le han tenido que obligar. Los guardias asienten y dejan irse a los chicos. Acabo por saber que el grupo de gente delante de la comisaria está esperando a que suelten a sus familiares que están encarcelados dentro.
Más tarde, una vez en casa le preguntaré a Adri, sobre que le pasará al chico y me dirá que con seguridad le tendrán un par de días encerrado en el calabozo, dándole palizas antes de soltarlo.
Sin darme tiempo a aburrirme veo como empieza a salir la gente de la reunión. Salen como si de una procesión laica se tratase. Primero tal y como corresponde a su rango, los “Sobas” los jefes de las aldeas, vestidos tan solemnes como suelen, a continuación, el personal sanitario, seguidos de parteras y curanderas de la zona y por ultimo mis compañeros. Me acerco y les pregunto qué tal ha ido. Las sonrisas en sus caras, lo dice todo. Como por la mañana, les ayudo a desmontar y guardar las cosas y poco antes de las cinco y media estamos saliendo de Samba Cajú para volver a N’dalatando. La conversación en el coche gira sobre lo que han vivido en la reunión, de las reacciones de unos y de otros, de las estrategias a seguir en el futuro. Están excitados y alegres, incuso se olvidan de mi presencia y dejan de hablar portugués para hablar en Quimbundo. Dejo de escucharles y me pierdo en el paisaje. Me fijo en que, a lo lejos, en el oeste, se ven las nubes de vapor que levantan las cataratas de Calandula.
Mientras descendemos, comienza a anochecer. Poco después llegamos al cruce de Lucala y cogemos la carretera general. Ya no me sorprende ver gente andando por la carretera. Lo que me sigue sorprendiendo es que sigo sin saber de dónde vienen o a donde van. No hay ningún pueblo o aldea cerca. Tampoco me asombra ya, ver los restos de vehículos, sobre todo camiones, accidentados y desvalijados que aparecen cada poco Km en las cunetas. Una hora después estamos entrando en N’dalatando.
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