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Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.

 CRUCERO

 Escribe el relato: Juan A. Campoy

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De crucero con mi madre (pinceladas de un viaje)

 Aquel verano decidí que ya había llegado el momento. No podía aplazar indefinidamente aquel viaje con mi madre. La razón de haberlo postergado en los últimos años de forma reiterada era que se trataba de un crucero, una forma de viajar que no va conmigo. En mis viajes me gusta dejar cierto espacio a la aventura, a la improvisación, al azar…, en fin, justo a todo aquello que no tiene cabida en los cruceros. No obstante, varias razones me llevaron finalmente a reconsiderar mi postura. Por una parte, dicho sea en honor a la verdad, no contaba, en realidad, con ningún plan alternativo; por otra parte, estaba el hecho de que, no hacía mucho, mi madre había viajado conmigo a Roma, a pesar de que ella ya conocía la ciudad, y me parecía que, en reciprocidad, lo justo era devolverle el favor y acompañarla a ese crucero que ella tanto anhelaba; por otra parte, pensé que aquel crucero no podía ser tan malo, que era cuestión de “cambiar el chip” (como se dice ahora): en lugar de tratar de meterme en la piel de Indiana Jones, esas vacaciones trataría de meterme en la piel del espectador que contempla Indiana Jones desde la séptima fila con una bolsa de palomitas; y por último, estaba la más importante de todas las razones: mi madre y siempre nos lo habíamos pasado en grande en nuestros viajes.

No me gusta el arte moderno, esa inmensa tomadura de pelo. Bajo el pretexto de que el arte es subjetivo (su esencia no puede ser explicada razonadamente, sólo importa lo que a cada obra le dice a cada espectador, no hay cánones a los que atenerse etc), se nos intenta hacer creer que un cuadro de Tapies no desmerece ante uno de Velázquez, que uno y otro pueden tratarse de tú a tú. Parece que en cierta ocasión le dijeron a Picasso que lo que él pintaba lo podía pintar un niño, a lo que respondió: “sí, pero es que yo no soy un niño”. Fue una contestación ingeniosa, desde luego, pero también reveladora de la naturaleza del arte moderno. Me explico. Si la gran mayoría de los cuadros actuales pueden ser pintados por niños, ¿para qué necesitamos a los pintores?, ¿para qué dedicar recursos a las universidades y a las escuelas de arte si, como a menudo se dice, para que un artista llegue a la cima de su oficio lo que tiene que hacer más que aprender nada es desaprenderlo todo, para lograr de esta forma pintar como un niño, o pintar como pintaban los hombres primitivos en el interior de las cavernas (ya quisieran algunos pintar como ellos)? Sin embargo, creo que la evolución de la arquitectura se escapa de esta tendencia desastrosa que en general ha venido siguiendo el arte en los últimos tiempos. La simplificación de las formas y la ausencia de ostentosidad han sido sus características principales. Y siendo como es la arquitectura un arte popular, en el sentido de que, se quiera o no, va a ser contemplado y “vivido” por todo el mundo, esta inclinación a la sencillez no puede sino ser elogiada. El arquitecto debe ser lo menos egocéntrico posible y procurar que en sus obras se equilibren dos características aparentemente contradictorias: por una parte han de ser visualmente bellas, estando incluso insertas en un determinado estilo personal, y por otra parte, han de estar integradas en el paisaje, no pueden ser un elemento ajeno, cuando no hostil, al mismo. Una de las arquitecturas que mejor representan esto que digo es la excelente terminal T4 del aeropuerto de Barajas, con su elegante cubierta de aluminio en forma de ala de gaviota.

Se trataba si duda de una alegoría: el gato con el brazo en alto simbolizaba la creciente inmigración china en Barcelona, y la silla de peluquería en la que el gato se sentaba simbolizaba la profesión del protagonista de la entonces última novela de Eduardo Mendoza, “El enredo de la bolsa y la vida”. Era la novela que había elegido para llevarme al crucero. Quizá no resultó tan buena como me esperaba, pero eso no podía yo saberlo todavía cuando, en un arrebato de ira, la estampé contra el suelo de la terminal T4, gato y silla incluidos, sin el menor respeto hacía ningún tipo de alegorías. El motivo de mi, a todas luces criticable, comportamiento, era algo tan banal como que me había dejado olvidado el libro principal del viaje, que no era ése que tan mal trataba, sino una guía de Lonely Planet que reproducía de forma milimétrica el itinerario de nuestro crucero por el mar Báltico. El viaje no podía empezar peor. Para agravar las cosas mi madre se puso hecha un basilisco y me aseguró que aquel era el último viaje que haríamos juntos. Pero que no se asuste el lector: como luego se verá la cosa no pasó a mayores y al final del crucero quedamos como amigos, bueno, como madre e hijo en realidad.

El avión que nos llevaba a Copenhage, desde donde salía el crucero, despegó de Madrid con muchas horas de retraso y llegó con el mismo o mayor retraso a la capital danesa, por lo que lo único que pudimos ver de la misma lo hicimos a través de la ventanilla del autobús. Ni la Sirenita vimos. Adiós pues a la Sirenita y adiós a la ciudad libre de Christiania (una comuna anarquista, en realidad), que también queríamos visitar. Nada más llegar al barco, fuimos como balas al restaurante, ya que el hambre que teníamos estaba a punto de entrar directamente en la categoría de hambruna (en el avión no habían tenido el detalle de servirnos ni un mísero tentempié). Apenas habíamos empezado a hincarle el diente al segundo plato, llegó un miembro de la tripulación a incordiarnos con que debíamos dejarlo todo inmediatamente para ir a no sé qué sala de no sé qué cubierta para asistir a no sé qué curso de salvamento. Como el lector habrá adivinado, le respondí con cajas destempladas. Cuando llegamos al curso, éste casi había terminado. Creo que, si hubiéramos chocado contra un iceberg, ni mi madre ni yo nos hubiéramos salvado, aunque probablemente el resto del pasaje tampoco. El crucero había comenzado. Próxima parada: Rostock.

 En Rostock no se nos había perdido nada: no bien atracamos, tomamos un autobús que nos llevó a Berlín, nuestro verdadero destino. En Berlín tampoco se nos había perdido nada, en realidad, pero esa misma tarde casi perdemos algo. Durante nuestro paseo cultural por la ciudad, visitamos el Bundestag, la Puerta de Brandeburgo y la Alexanderplatz. Entre visita y visita, la guía nos informó de una curiosa anécdota, conocida como “la revancha del papa”: los muy comunistas y muy ateos dirigentes de la República Democrática Alemana se horrorizaron al comprobar que en la cúpula de su recién acabada torre de telecomunicaciones, destinada a ser el símbolo de su poderosa nación, los rayos de Febo se reflejaban formando una majestuosa cruz. Antes de volver, dispusimos de un tiempo libre, que aprovechamos para degustar el plato típico local: el currywurst. Se trata de un perrito caliente condimentado con curry, del que se sienten muy orgullosos los berlineses. No estaba mal. Una vez nos hubimos aprovisionado, nos dirigimos al cercano parque de Tiergarten. Estábamos paseando tranquilamente por el mismo cuando, de repente, mi madre entró en pánico: se había dejado olvidado el bolso en el chiringuito donde habíamos almorzado. A pesar de mi respetable edad (vamos a dejarlo ahí), salí disparado como un loco (me sorprendió la buena forma física en que me encontraba) para recuperar el bolso (y lo que llevaba dentro: no sólo dinero sino también documentos y tarjetas, que era lo más importante). En cinco minutos escasos estaba en el lugar de autos. Para mi sorpresa (entre unas cosas y otras había pasado ya cerca de veinte minutos desde que habíamos salido) los dependientes me dijeron que a ellos nadie les había entregado nada aquella mañana. Di el bolso casi por perdido, pero por si acaso, me acerqué al banco donde habíamos estado comiendo. Ahí mismo, justo donde mi madre lo había dejado, rodeado ahora por nuevos comensales, se encontraba el anhelado complemento femenino, al que nadie, absolutamente nadie, había hecho el menor caso: estábamos en Alemania. Próxima parada: Estocolmo.

En Estocolmo confirmé que los pueblos nórdicos no son tan civilizados y ejemplares como parecen. Mi primera desilusión con los suecos (mi admiración por las suecas todavía persiste, pero por motivos muy específicos que no vienen al caso) se produjo hace ya tiempo, en 1997, cuando me enteré de que el muy moderno y muy socialdemócrata Estado sueco había practicado, durante cuarenta años y hasta una fecha tan tardía como 1976, esterilizaciones forzosas a cerca de 62000 de sus ciudadanos, con la única finalidad de mejorar la raza. Durante el crucero acentué mi visión escéptica del mito escandinavo al constatar que (al igual que los franceses, los ingleses y los españoles en esta parte del continente) los suecos, los daneses y los noruegos (además de polacos y rusos) han batallado, durante siglos, de forma tan despiadada como sistemática. Hay un episodio de la historia sueca bastante ilustrativo, conocido como “el baño de sangre de Estocolmo”: las huestes del rey danés Christian II invadieron a la rebelde Suecia, que quería independizarse de la Unión de Kalmar (compuesta por Dinamarca, Suecia y Noruega), y, a instancias del arzobispo felón Trolle mandó ejecutar en la Plaza Mayor a cerca de cien miembros de la aristocracia y del clero suecos. Una buena escabechina. Próxima parada: Helsinki.

 Antes de hablar sobre Helsinki, haré una pequeña digresión en torno a una de las facetas más satisfactorias de la vida a bordo: los espectáculos nocturnos. Eran muy buenos y podían ser tanto de tipo musical, como de teatro, humor, magia o danza. Una vez visitada la ciudad de turno y ya de vuelta al barco y convenientemente cenados (cenábamos bastante pronto) empezaba el show. Eran unas dos horas muy agradables que se saboreaban especialmente por el hecho se tener lugar al acabar el día (la vida del turista es dura, incluso en un crucero). Tanto mi madre como yo adquirimos la costumbre de acompañarnos de una copita de piña colada durante las representaciones. Yo, al fin y al cabo, estoy habituado a la ingesta (moderada, que quede claro) de bebidas alcohólicas, pero la afición que cogió mi madre al asunto, sin ser alarmante, no dejaba de sorprenderme. Afortunadamente, nada más terminar el crucero, se olvidó de las piñas coladas. Y ahora, un poco de análisis sociológico. Un día había espectáculo humorístico. En la primera fila unos niños reservaban un par de butacas a sus padres (que estaban al llegar), al tiempo que les guardaban las bebidas. Pues bien, a los payasos, que eran muy graciosos (por eso eran payasos), no se les ocurrió otra cosa que quitarles las bebidas y bebérselas ellos. Todo el mundo se rió mucho. Risas que aumentaron cuando llegaron los padres y vieron sus copas vacías. Me acordé de otro momento hacía muchos años, en Praga, en el que un prestidigitador callejero se burló de una chica, no recuerdo ahora el motivo, ante la algarabía general y, lo que es más triste, ante la pasividad de su novio. Pienso que este lamentable comportamiento, no ya cobarde sino cómplice, de la inmensa mayoría de la gente no está lejos de la adulación insana al poderoso que aupó a los líderes fascistas del siglo pasado.

Apenas nos dio tiempo a ver casi nada en Helsinki, pero me dio la impresión de que es una ciudad más para vivir que para visitar. Quiero decir que no dispone de grandes monumentos, ni de grandes de museos, ni de grandes lugares de interés histórico, pero la gente es simpática, los edificios son modernos, no escasean las zonas verdes y se diría que, a no ser por el frío, la vida allí debe de ser más que agradable. Una de nuestras pocas visitas fue a la Iglesia de la Roca. Se trata de una iglesia protestante de forma circular, excavada en una roca de granito y cuya cúpula de cobre se encuentra rodeada de numerosas ventanales, a través de los cuales la luz del día inunda todo el recinto. La sensación que se experimenta en su interior es de una gran paz y de una gran armonía con la naturaleza, sensación causada no sólo por la omnipresencia de la piedra y de la luz, sino también por la ausencia casi total de elementos ornamentales (algún que otro crucifijo y poco más). Una media hora antes de tomar el autobús que nos llevaría de regreso al barco, estábamos curioseando en un conocido mercado al aire libre cuando nos encontramos a una pasajera del crucero que, muy apurada, nos asaltó con dos preguntas: que a qué hora y en qué sito habíamos quedado para volver, y que dónde podría comprar carne de reno. A la primera cuestión le respondimos sin problema, pero a la segunda (a la que ella parecía concederle una gran importancia) le dijimos que no teníamos ni idea. Espero que encontrase la carne de reno y que volviera a tiempo al barco, pero lo cierto es que no volvimos a verla. Supongo que no estará todavía dando vueltas por los mercados de Helsinki. Esa noche, a la hora de cenar, alguien, un bocazas, criticó la Iglesia de la Roca, por considerarla demasiado sencilla y rudimentaria. Se pensaría que una iglesia es un parque de atracciones. Próxima estación: San Petersburgo.

 Primer día en San Petersburgo. Gustav y Wilfredo ya nos habían avisado. Gustav era un excelente ventrílocuo que hacía también las veces de presentador y humorista. Wilfredo era su muñeco. En el espectáculo de la noche anterior esta pareja nos había advertido del carácter seco, cuando no directamente antipático, de los rusos, pero me imaginé que aquello era una broma o, como mucho, una exageración. Era completamente cierto. Recuerdo, por ejemplo, el caso de una pasajera que no pudo pasar el control de aduanas simplemente por tener despegada la tapa de su pasaporte. San Petersburgo no es una ciudad majestuosa sino, más bien, una ciudad con sitios majestuosos, pero la ciudad como tal no estuvo a la altura de mis expectativas. La razón de ello quizá estribe en los numerosos documentales que había visto previamente sobre la capital de los zares y en los que obviamente sólo se enseña lo más grandioso de la misma. Una vez que hubimos pateado la avenida Nevsky de arriba a abajo, llegó el momento de comer. Para no perder mucho tiempo, intentamos comprar unos perritos calientes. La buena señora que atendía el puesto callejero no se dignó aceptar mi tarjeta de crédito, cosa bastante lógica. Menos lógico fue, sin embargo, que rechazara también los euros con que quise pagarle. Quedó claro que el euro no es propiamente, a pesar de que así se lo conozca, la moneda única europea. Tras dar algunas vueltas, terminamos en un Subway, donde aceptaron mi tarjeta y donde tomamos unos bocadillos gigantes que nos supieron a gloria bendita. Antes de volver, la guía nos llevó a una tienda de souvenirs, donde busqué un gorro ruso que sustituyera a mi gorro ruso de El Corte Inglés, que hacía poco había sido jibarizado en una tintorería de Madrid. Lamentablemente, las tallas eran demasiado pequeñas, o mi cabeza demasiado grande (de algún sitio tienen que surgir las ideas). En un acto de voluntarismo, me dejé convencer de que uno de los gorros me venía bien. Ya estaba incluso en la cola para pagarlo, cuando, de repente, una voz interior me avisó de que estaba haciendo el tonto y de que aquella prenda me venía pequeña se mirara por donde se mirara. A pesar de los consejos en sentido contrario del uno de los dependientes, algo más pesado de lo normal, no me dejé embaucar. No siempre es fácil saber cuándo comprar y cuando no. Comprar o no comprar, esa es la cuestión. Recuerdo que una vez estaba en la tienda del museo “Reina Sofia”, dándole vueltas a una corbata, cuando de repente alguien más decidido que yo la compró y me dejó con un palmo de narices. Era una corbata muy original en la cual una esbeltísima mujer pintada por Modigliani (valga la redundancia) lucía a su vez una corbata. Busqué desesperadamente una igual en otras tiendas, pero de de forma infructuosa (si alguien la encuentra, se recompensará). Si la literatura que trata de la literatura se conoce como metaliteratura, aquella era, desde luego, una metacorbata.

Segundo día en San Petersburgo. A primera hora vimos el palacio que se hizo construir Catalina I, la segunda mujer de Pedro el Grande (se ve que no se conformó con lo que le tocó en herencia). En resumidas cuentas: espectacular. Las enormes salas, donde el oro brilla y no precisamente por su ausencia, son de una riqueza y un lujo apabullantes. Por la tarde vimos el palacio del zar Pedro I el Grande, tan impresionante como el de su mujer.

 Y hablando de zares, me resultó curioso observar que mientras que en San Petersburgo la gente no puede ni ver a los comunistas, la época de los zares es bastante bien vista or la población. La repulsa a la dictadura comunista es más que razonable, pero ¿hablar bien de los zares?, ¿de los zares, que vivían en la máxima opulencia mientras sometían al resto del país, que soportaba condiciones de vida miserables? Para explicar esta actitud, aparentemente irracional, voy a recurrir a una ligera reformulación de la “Ley de la gravitación informativa”, del periodista Miguel Ángel Aguilar. Según ésta, el grado de “noticiabilidad” de un suceso es directamente proporcional a la magnitud de los intereses afectados por el mismo, tanto en el lugar de emisión de la noticia como en el lugar al que la noticia se refiere, e inversamente proporcional a la distancia entre dichos lugares. Mi reformulación sería: “el grado de comprensión de un pueblo hacía un hecho vergonzoso de su pasado es directamente proporcional a los beneficios que ese mismo hecho le reporta en la actualidad e inversamente proporcional al tiempo transcurrido desde entonces”. En otras palabras, la relativa comprensión del pueblo ruso hacia la época zarista viene dada, por una parte, por la importante entrada de divisas derivada de las visitas turísticas a los palacios reales, y, por otra parte, por la considerable distancia temporal que media entre dicha época y la actual.

Estaba hablando de Pedro I el Grande, fundador de San Petersburgo. A orillas del río Nevá se encuentra la majestuosa estatua ecuestre “El jinete de bronce”, erigida en su honor y que toma su nombre de un célebre poema de Pushkin. Su muerte (la del zar, no la del poeta) fue un tanto extraña. Tras arrojarse a las frías aguas del Golfo de Finlandia para evitar que unos soldados rusos se ahogasen, enfermó de muerte. Claro, que es probable que esto sea una leyenda y su enfermedad no tuviera en realidad nada de gloriosa. El zar, en cualquier caso, no fue responsable de haberla hecho circular. Eso seguro. Algunos siglos antes, el faraón Ramses II se encargó de propagar por todo Egipto su épica victoria contra el reino de los hititas, a pesar de que la misma nunca se produjo. Debió de pensar que si no podía ganar en el extranjero con su ejército, por lo menos ganaría en el interior con sus propagandistas.

Después de ver el palacio de Pedro I, dimos un paseo por sus jardines. La atracción principal de los mismos son unas fuentes que empapan a los turistas incautos. Pedro I, además de zar, era un gracioso. Una guía local nos avisaba de las precauciones que debíamos adoptar para no mojáramos, pero en la última de las fuentes, la muy graciosa, no nos advirtió o, si lo hizo, no lo hizo muy claramente. El caso es que mi madre, el que esto escribe y tres turistas más nos empapamos de arriba a abajo. Hay un conocido refrán que reza que “mal de muchos es consuelo de tontos”, pero lo cierto es que nos habríamos sentido mucho peor si no nos hubiésemos visto acompañados por nadie en nuestra desgracia. Decía Unamuno que “así como la alegría junta los cuerpos, la pena junta las almas”. Tardé bastante tiempo en superar mi enfado. Mi madre, que tardó algo más, tenía las ropas tan mojadas que estuvo en un tris de cambiárselas en el mismo autobús. Menos mal que la convencí de que se esperara hasta llegar a la inevitable tienda de souvenirs que nos esperaba, donde pudo hacerlo más cómoda y discretamente. Próxima parada: Tallín.

Tallín es una ciudad medieval encantadora. Al decir que es una ciudad medieval, quizá alguien podría aventurar que posee un cierto paralelismo con Toledo. Nada más lejos de la realidad. En lugar de las calles sinuosas y estrechas de la ciudad castellana (también encantadora, desde luego), en Tallín nos encontramos calles amplias y plazas espaciosas. La plaza del Ayuntamiento es tan grande como acogedora. La mañana de julio en que llegamos hacía un maravilloso sol, más propio de otras latitudes. Cómo hubiera deseado disponer de un par de horas más para tomarme una cervecita en uno de los numerosos bares que rodean la plaza y leer mientras la novela en la que me hallaba enfrascado (la de Mendoza). Otro de los lugares de interés es la preciosa catedral de Alexander Nevsky, la típica iglesia ortodoxa de cúpulas como bocaditos de nata. Considerando todas las ciudades que visité, probablemente fuera Tallín la que elegiría para pasar una buena temporada de vacaciones.

Epílogo no apto para personas con intolerancia a la glucosa. El crucero mereció la pena. Sin embargo, si tuviera que escoger un momento del mismo, no me quedaría con ninguna de las visitas que realizamos. Ni con la Puerta de Brandeburgo, ni con la Plaza Mayor de Estocolmo, ni con la Iglesia de la Roca, ni con el Palacio de Catalina, ni con la catedral de Alexander Nevsky. Me quedaría con la noche que siguió al primer día en San Petersburgo. Entonces, como me sucede en, afortunadamente raras, ocasiones, tuve un fortísimo dolor de cabeza. Al no poder pegar ojo, salimos mi madre y yo a cubierta a tomar el fresco. Mientras contemplaba las tranquilas aguas del Golfo de Finlandia, ella puso su mano sobre la mía. Mi dolor de cabeza se fue yendo poco a poco al tiempo que me invadía una profunda sensación de paz.


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