Viajero desde
10/11/2009
Nick: ZEQUE |
Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.
|
Escribe el relato: Ezequiel Morales
Sonó el despertador de mi reloj que colgaba del medio de la carpa y nadie lo escuchó. La consigna era levantarse a las ocho para estar en la ruta antes de las diez y hacer dedo a Pichi Traful, parada obligatoria dentro de la Ruta de los Siete Lagos. Pero nos dormimos, los cuatro.
Un poco más tarde -creo que serían las nueve- y levantado de apuro por lo inconveniente de seguir perdiendo tiempo, salí despavorido de la carpa y de pura suerte esquivé el charquito de vómito que había dejado Fran, apenas un símbolo de lo ingerido la noche anterior. Armamos las mochilas, desarmamos las carpas, desayunamos, lavamos lo que había que lavar; todo en tiempo récord.
Entonces nos dividimos en dos: Maxi y Fran, y Fede y yo, que llevaba una de las mochilas de Fran, todavía (y notoriamente) imposibilitado de cargar con las dos. Nos tocó salir primeros, para tratar de llegar antes y encargarnos de todo. Hubo una razón por la cual empezamos a caminar: habíamos perdido la combi. Al cabo de un rato y tras haber caminado siete kilómetros llegamos a la ruta, habiendo partido de camping de Lago Hermoso, nuestro punto de partida. Un poco de dedo hacíamos. Pero más que nada, caminábamos.
Se ve que algo habíamos hecho mal, la dirección elegida o simplemente la fecha del viaje, porque la mayoría de los autos que pasaban iban desbordados de gente o directamente no querían parar. La cuestión es que seguimos. Lo único que teníamos de referencia era un mapita doblado en el bolsillo de mi pantalón.
Gracias a la creación de Dios, el Big Bang o vaya a saber uno qué, la ruta cruzaba con cientos de arroyos con agua pura y potable con la cual llenábamos nuestras botellas y podíamos seguir camino, dándole duro y parejo a la banquina con el acompañamiento incansable de los tábanos, y Fede.
Comenzamos a sentir hambre, ya habían pasado como 2 horas y pico desde nuestra salida de Lago Hermoso. Esa montaña nevada de allá lejos se veía un poquito más cerca, pero poquito. Fede manoteó del interior de mi mochila el resto de barritas de cereal sabor a manzana que nos quedaban por comer, ultimándolas. Tras un breve reposo en la arena que se formaba en la entrada a ese bosquecito que nos dio un poco de sombra, una silueta a la distancia comenzaba a aparecer. Era Fran, que un poco más animado que a la salida había superado al Gordo en la caminata y descansó al lado de Fede al llegar. Tomó agua, pero no quiso comer nada. Aún no estaba del todo bien. Después apareció el que nos faltaba, el querido Mingoia y sus chancletas todo terreno- esas del olor a pata culpable de su expulsión a una de las carpas, solitario, en penitencia por carencia de polvo Efficient. La felicidad no estaba en sus pies, definitivamente- que lo depositaron sobre la improvisada playita. “Dame el agua boludo”, solicitó destilando paciencia.
Seguimos. Retomamos los cuatro el rumbo a Pichi mirando el verde del paisaje, disfrutando de un cielo absolutamente celeste, sin una nube blanca o gris que se sume a esa paleta de colores que incluía también al verde del pasto, el blanco puro de la nieves eternas, lo beige de la arena a los bordes de la ruta, y porqué no el tono amarronado de las vacas que pastaban a pocos metros. Colaboraban con nosotros los “Gandalf”, unos pedazos de caña que hallamos en la entrada al bosquecito y que servían de tercera pierna (ante todo la humildad…)
Al cabo de un rato llegamos a la cascada Vallignanco, donde un grupo de turistas esperaba el paso del Albus que los llevaría hacia más adelante. Sacamos un par de fotos y volvimos a hacer un pequeño descanso. Me comí una manzana gigante, bien patagónica. Fran y el Gordo prefirieron quedarse esperando que alguien los levante a dedo, o bien a esperar junto con los otros viajeros ese micro. Lo miré a Fede y le pregunté como estaba: “por mí sigo, ¿vos como estás?”, me respondió. “Yo también, sigamos entonces, cualquier cosa paramos más adelante y nos subimos al micro”, atiné a decirle.
Miré nuevamente el mapa, supuse que ya habríamos cambiado de Parque Nacional; efectivamente, habíamos pasado del Lanín al Nahuel Huapí y cruzado una raya verde que marcaba ese límite en la hoja. Zapateé un poco, mis piernas aun respondían. No dejaba de sentir el peso de los casi 20 kilos que cargaba en la espalda, pero las zapatillas eran cómodas, y la verdad, el solo mirar el cielo y el paisaje constituían una motivación que en otro lado no la hubiésemos tenido. En ese momento se me vinieron a la mente las travesías en kayak que de más chico hacíamos con el grupo del Náutico Municipal de San Isidro, como la más larga, esa de los tres días remando por el Paraná con el objetivo de unir Lima y nuestro club, a pocos minutos de mi casa. En aquellas oportunidades aprendí que solo había un pensamiento para masticar en situaciones como esa: la seguridad de que uno va a llegar, sin importar cómo.
Decididos, agarramos una barranca que tras una serie de curvas nos depositó las costas del Lago Falkner, vecino de enfrente del Villarino, en un lugar que realmente no es posible imaginarlo si no se está alguna vez allí. Entramos en la proveeduría que el Falkner tiene en el camping, y espantados por los precios atinamos a solamente comprar unas galletitas para ir picando por el camino. Al salir, un grupo de entrerrianos que jamás habíamos cruzado en la vida, nos ofreció unos mates, jugo y bizcochitos. Charlamos un rato y nos preguntaron de dónde veníamos y hacia donde nos dirigíamos, a lo que les respondimos que caminábamos desde Lago Hermoso y queríamos llegar a Pichi Traful. Y que más o menos uno avanza cinco kilómetros en una hora, si mantiene una velocidad constante y no le da bola a la mochila y sus piernas. Nos despidieron y seguimos viaje, subiendo una pequeña cuesta que se forma al cruzar el puente sobre el arroyo que une al Falkner con el Villarino, y a los pocos metros estiré el brazo para sacar desde un poco más de altura, una de las fotos más lindas que tengo
Pasamos un bosque, se veía otro lago más abajo. Parecía chiquito, al punto que mi mapa no lo reconocía. La ruta dejó el asfalto y nos recibió con pedregullo. Pasaban muchos ciclistas, a los que les preguntábamos cuanto faltaba para llegar: “cinco o seis kilómetros, ya llegan chicos”. Una hora después otro pelotón de ciclistas nos volvería a decir: “están acá nomás. Cinco kilómetros…”. Evidentemente había que seguir y dejar de preguntar. Más adelante se comenzaron a ver unas mochilas en el medio del camino. Nos preguntamos qué haría eso en medio de la ruta, pero de la nada saltaron dos chicos a protegerlas, pensando que eran un buen obsequio para cualquiera que pasara. Nos saludamos, ellos eran Martín y Nahuel, éste último con los auriculares a todo volumen.
Seguimos viaje los 4 juntos, nos contaron que se habían dormido en el Falkner y que les falló el despertador, y que salieron prácticamente a la misma hora de nosotros, lo que marcaba una diferencia de velocidad bastante importante.
Descansamos otra vez, ellos tenían agua, nosotros galletitas. Al pasar un micro de Albus escuchamos la carajeada de Fede: “ahí va ese Gordo hijo de puta”, indignado por el socarrón y distendido saludo de nuestro amigo desde arriba del transporte, muy cómodamente. Cruzamos otro río, ya casi estábamos. Al llegar al destacamento de Parques Nacionales correspondiente a Pichi Traful los encontramos nuevamente a nuestros amigos, esperándonos en el pasto con sus mochilas. Caminamos los ahora seis por el camino que entra a Pichi, lugar al que llegamos un poco después de las 18.
Me tiré en la entrada, con la piernas hacia arriba y apoyadas en una palmera. Recuerdo que me quedé 45 minutos en esa posición. De lejos alcancé a escuchar la voz del pibe que atendía el camping decirle a Fede que teníamos un problema en la cabeza, cuando se enteró de donde habíamos salido. El Gordo me dijo que ahí la ducha era con fichas y duraba seis minutos. Le dije que por favor me compre una, que al fin y al cabo era lo único que necesitaba para paliar semejantes nudos en la espalda, que aunque dolían no impidieron llegar.
Siempre desde el piso, lo escuché a Fran contarme de unos chicos que se cruzó en la entrada al Falkner, y que le dijeron que adelante suyo, o sea Fran, “iban dos locos que decían que caminaban cinco kilómetros en una hora”. Después me pidió el mapa. Se lo revoleé. Me dijo la distancia que habíamos hecho, y largué una carcajada…