Viajero desde
1/25/2008
Nick: MARLOCO |
Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.
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Escribe el relato: Marco
Un mercado atestado de olores, la lengua rugiendo picante en cada comida, un regateo sin fin, una hospitalidad envidiable, muchos kilómetros de piernas y giros de volantes. Un puñado de buenos colegas. Un viaje de lo más excitante por tierras tunecinas.
Desde Madrid-Barajas volamos hasta el aeropuerto de Túnez-Cartago. En el avión ya aprendimos de nuestro compañero de asiento, un señor tunecino afincado en Madrid, que la hospitalidad del país norteafricano comienza nada más plantar tu trasero en el asiento del avión de ida. Fue soltarnos los cinturones y, cuando ya el avión dibujaba su ruta rumbo al mediterráneo, comida a destajo para todos, y gratis. La cosa empezaba bien.
Visita a la capital (120 Km. Ida y vuelta)
Partimos hacia el mediodía, el tiempo se nos había echado encima por culpa de los trámites en el rent a car. El camino fue fácil, todo autovía hasta la capital tunecina. Una vez allí, lo más fácil es dejar el coche en los alrededores de la estación de bus de Tunis Marine, al este de la ciudad. Para no perderos podéis guiaros por la Torre del reloj –se construyó para conmemorar el día de la independencia del país, el 7 de noviembre. Es una locura intentar llegar al centro de la ciudad. Prácticamente todo es “zona azul”. Si queréis conocer todos y cada uno de los recovecos de la Medina- clasificada como Patrimonio Mundial por la UNESCO- seguramente necesitaríais una semana. A nosotros nos llevó un par de horas recorrer unos 800 metros. Hubo momentos en los que la multitud apiñada nos llevaba en volandas. Y lo mejor, con un par de empujones y levantando sobre la marcha un par de puestos, pueden hasta circular los coches. Una locura agradable. Consejo para las chicas: ir al baño antes de entrar en la medina; a partir de aquí las teterías típicas, repletas de tunecinos fumando shishas, os negarán la entrada aunque les supliquéis.
Kairouán y un gran descubrimiento: Mahdia (360 km. de recorrido)
Segundo día de excursión. A las seis en pie. Por delante, la visita a Kairouán (118.000 habitantes). Esta ciudad es obligatoria si de verdad queréis empaparos de la pureza cultural de este país. Nada más llegar nos dirigimos hacía la entrada de la Medina. Es fácil aparcar justo un par de calles antes de llegar a la entrada, en la Rue Oum el-Mouminin Aïcha. Lo más destacado de Kairouán son: su Gran Mezquita, la cuarta del mundo musulmán después de Medina, Meca y Jerusalem, su Zoco –impresionante- y las callejuelas plagadas de artesanos –cada una de estas calles está ocupada por un gremio diferente. No dudéis en preguntar en cada taller, estarán encantados de enseñaros cómo trabajan. En el zoco, cerca de la Place des Martyrs, hay un artesano orfebre muy simpático que os podrá realizar en directo y con los ojos cerrados su trabajo sobre un plato de cobre. Si queréis realizar algunas compras este lugar es perfecto. Después de esta grata visita decidimos emprender camino hacia Mahdia (46.000 hab.). Antes, nuevamente necesitábamos un baño femenino. Entonces entré en una tienda y pedí por favor un baño mientras señalaba la cara de desesperación de Sonia. Acabé sentado en el hall de una casa cercana, rodeado de amas de casa tunecinas, muy simpáticas, que nos ofrecieron quedarnos a comer cous-cous como unas dieciocho veces mientras esperaba a que Sonia saliera del baño. Para hospitalarios, esta gente. Lo primero que preguntamos todos cuando volvimos al coche fue cómo era el baño. Según Sonia, genial, aunque una jarra de agua hacía las veces de cisterna, y una manguera sustituía el papel higiénico.
Comimos en un bar de carretera. Cordero a la brasa con patatas y ensalada. Muy barato, 15 dinares -8 euros-, los cuatro. Llegamos a un pequeño paseo marítimo en el norte de la ciudad de Mahdia. Fuimos bordeando la costa hacia el sur y llegó la sorpresa. De repente, y como salidas del mar, miles de cajas blancas se esparcían desde la misma orilla, escalando por una enorme colina verde. El espectáculo era precioso. Todas las cajas aparecían ordenadas, unas junto a otras, sin dejar ni medio metro libre entre ellas. Tan sólo conseguían romper el ritmo las rocas emergidas entre la hierba. Al acercarnos un poco más descubrimos que todas estaban orientadas hacia la misma dirección, entonces caímos en la cuenta. Se trataba de un cementerio con todas sus tumbas orientadas a la meca, situado en la misma orilla del mar, sin muros, y acompañadas por decenas de niños que jugaban corriendo con los corderos entre ellas. Un espectáculo, sin duda, impactante. Cerramos la tarde tomando un té con piñones en una cafetería cercana.
Ninguno de los cuatro –José, Carmen, Sonia, y un servidor- somos muy amigos de las excursiones organizadas, pero cuando tienes poco tiempo y un país como Túnez por delante, ésta se planteaba como la solución más acertada y rápida para hacer una visita al desierto. Los kilómetros por delante eran muchos, 1.300 aproximadamente, así que partimos en bus a las 5.30 de la mañana. Salimos desde Hammamet destino al sur. La primera parada, El Jem.
El Jem (18.300 hab.)
Esta pequeña ciudad, antiguamente llamada Thysdrus por los romanos, fue construida en el s. I d.C. Lo más destacado, su Coliseum. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, y es considerado el tercero más importante del mundo romano en cuánto a su tamaño, albergando en su época de esplendor a 30.000 personas. Como podéis apreciar en las fotografías este coliseo es espectacular.
Es recomendable visitarlo a primera hora de la mañana o a última de la tarde, cuando el sol golpea sus paredes y las deja doradas. Tendréis total libertad para bajar a las galerías, subiros hasta lo alto del tercer anfiteatro… Desde aquí tenéis una imagen espectacular de la ciudad y sus alrededores.
Matmata (1.000 hab.)
Es el pueblo de las casas trogloditas –viviendas construidas bajo tierra-, y es realmente alucinante. Tuvimos la suerte de visitar una de esas casas y quedamos impresionados con la forma de vida tan sencilla de estas familias. En esta zona se comienza a palpar la pobreza de sus gentes, nada tiene que ver con el norte del país. Nada más entrar en la vivienda, un patio descubierto hace las veces de “hall”. Aquí es donde hacen el fuego y muelen el grano los lugareños para fabricar el pan. Desde este patio parten varios pasillos que nos llevan a las distintas estancias (dormitorios, cocina, etc.). Vale la pena.
Camino a Douz
Apenas disfrutamos de Douz porque el día se nos echaba encima y teníamos por delante una de las actividades más gratificantes de este viaje a Túnez: el paseo en camello por la puerta del desierto. No quedaba mucha luz y rápidamente cada uno escogió el camello en el que iba a subir, y partimos. Paseamos durante una hora y media mientras disfrutábamos de la caída del sol. Sin entender cómo, desde detrás de las dunas aparecían decenas de jóvenes con bebidas. De primeras intentar engañarte diciendo que están incluidas en el paseo, pero no es así. Una vez que abres la botella te piden el dinero. El paseo no es largo y a esas horas del día, el sol, lejos de pegar, se esconde y deja tras de sí el verdadero frío tunecino. En tan sólo unos minutos la temperatura cayó vertiginosamente. Así que ya sabéis, un poco de abrigo para el final del paseo. Convencimos a nuestro guía para parar y disfrutar haciendo fotos del atardecer. Fue uno de los momentos más emotivos de todo el viaje. Llegamos al punto de encuentro muy rezagados –eso estuvo bien-, cuando ya era de noche y con las manos y los pies helados, pero valió la pena.
Chott El-Jerid (5.000m2) y Tamerza (muy pequeñín)
Por la mañana, y tras dormir en Kebili, tocaba madrugar: a las 4.45 en pie. Qué locura. Pero tiene su explicación. Tocaba visitar los lagos salados en 4x4, y la verdad es que merece la pena disfrutarlos al amanecer. Estos lagos -Chott el-Jerid, Chott el-Fejej y Chott el-Gharsa- en realidad son extensiones de tierra con un ligero polvo blanquecino por encima –la sal- pero están más secos que los pimientos choriceros. Aquí rodaron la imagen de Skywalker en la primera peli de la Guerra de la Galaxias en la que aparecen dos lunas. Por cierto, abrigaros bien. Nada menos que tres grados bajo cero. Tela marinera. Y del desierto más absoluto, de repente, un oasis, Tamerza. Precioso lugar, muy pequeñito, plagado de palmeras, cuatro tiendas de souvenirs y una ruta preciosa de apenas un kilómetro para disfrutar de sus aguas termales. Había avanzado la mañana y en Tamerza estábamos a 0 grados –ni frío ni calor-. Si encontráis tantas casas abandonadas por aquí es porque en el año 69 una riada arrasó todo. Merece la pena subir hasta el pico cercano para disfrutar de las vistas del oasis desde arriba.
Tourzeur (35.500 hab.)
Nos dio mucha pena no disfrutar mucho tiempo de esta ciudad, muy bulliciosa por cierto. Tiene una arquitectura muy particular. Nos quedamos encantados con las casas realizadas en ladrillo visto, con muchas filigranas en las fachadas. Pero lo importante estaba al final, en el conocido palmeral –segundo más grande del país con cerca de 10km2 y más de 200.000 palmeras-. Aquí dimos un paseo de una media hora montados en calesas –especie de carruajes, tirados por caballos, que se caen a trozos- y recibimos una charla donde además nos mostraban cómo debe subirse a las palmeras –nosotros no lo hicimos, claro-. Es el sitio ideal para comprar dátiles “dedo de luz”, los mejores según cuentan. Terminamos esta visita, y con ella, nuestro recorrido por el sur de Túnez. Por delante nos quedaban muchos kilómetros hasta regresar a Hammamet, pero había merecido la pena. Si no vas al sur no estás conociendo realmente el país.
Cabo Bon
Era nuestro último día completo en Túnez y decidimos volver al coche. Para esta excursión se unieron dos nuevos colegas, Manuel y Vanesa. Encantadores. Por delante, el Cabo Bon. Este cabo tiene mucho que ver pero también tener en cuenta que son bastantes kilómetros. Aún así hicimos una selección de lugares y comenzamos la marcha. Nada más salir la primera ciudad que nos encontramos fue Nabeul (57.400 hab.). Es un lugar muy comercial, donde los viernes hay un mercado, por lo visto, excepcional; donde venden de todo, incluso camellos. No paramos porque era jueves y las tiendas estaban cerradas porque era día de fiesta nacional –Said el-Kebir o día del cordero-. Seguimos la marcha hasta la siguiente cita, los flamencos de la Laguna de Korba. Desde una pasarela de madera -se ve desde la misma carretera- se puede disfrutar de una buena bandada de flamencos si disponéis de unos prismáticos. Seguimos rumbo hacia el siguiente punto en nuestra agenda: Kelibia (36.000 hab.). Este es un pueblo tunecino 100%, nada de turismo, aunque puede presumir de sus playas. Nosotros optamos por visitar el Fuerte. Desde dentro puedes disfrutar de unas hermosas vistas. Prácticamente, y con un día claro, se puede ver casi todo el cabo. Incluso a simple vista se puede ver la isla de Sicilia. De aquí continuamos nuestro camino hacia la joya de cabo Bon: Korbous –el pueblo de los manantiales-. Un consejo: llevar algo de comer para el camino y paciencia con la carretera, muchos kilómetros y muchas curvas. Esta zona no dispone de muchos establecimientos. Después de un par de horas llegamos a nuestro destino. Un sitio precioso, escarpado y plagado de acantilados y de donde brota el agua a elevadas temperaturas. Después de tomarnos unos bocatas en un restaurante situado justo encima de la primera fuente termal –suelta sus aguas ardiendo al mar y puedes meter los pies- nos dirigimos hacia el pueblo para disfrutar de una sesión de Talasoterapia. Genial, simplemente genial. Por 16 dinares -9 euros- cada uno ocupamos una cabina donde, primero, te bañas, te aplican algas y te dan un masaje del que todavía tengo buenos recuerdos. Sales de allí como nuevo. Después de este masaje lo mejor es irse al hotel y descansar. Y eso fue lo que hicimos. O por lo menos lo intentamos. El broche final estaba por llegar.
Durante nuestra estancia en el hotel de Hammamet habíamos conocido a una pareja que también estaban de vacaciones. Él se llama Toti, es tunecino, y ella Verónica, española de Asturias. Hacía poco se habían casado y habían vuelto a la tierra de él para pasar esos días de fiesta con la familia. Pues bien, al llegar al hotel nos tenían preparada una sorpresa, un regalo que nunca olvidaremos: una cena en su propia casa con su familia. Por primera vez comimos un cous-cous de verdad, tomamos un té de verdad, nos tatuaron con genna y conocimos a una familia tunecina de verdad. Esta gente es genial, los reyes de la hospitalidad. Mil gracias a Toti, Verónica y a su familia.
Este es el resultado de nuestro viaje a Túnez. Un viaje que nunca olvidaremos y que nos sirvió para conocer a una sociedad fantástica, cargada de hospitalidad, de buenas energías… Un país, en definitiva, de los que te piden a gritos volver.
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