Viajero desde
1/25/2008
Nick: MARLOCO |
Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.
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Escribe el relato: Marco
En inmensas ocasiones la belleza está escondida en nuestra propia vida. En un rincón que nos observa cada día. De ahí este viaje. Un paraíso para el que no hemos necesitado volar, ni miles de kilómetros, ni monedas acuñadas en plata. Tan sólo un poco de curiosidad. Este relato va dedicado a todos los que visitáis Madrid y no conocéis el Madrid más escondido. Preparad vuestras cámaras de fotos, poneos las botas de travesía, agarraos a la brújula… Nos acercamos a Cercedilla, a su montaña de los Siete Picos, al precioso Valle de la Fuenfría.
Amanecía en Madrid y ese cosquilleo en el estómago de una mañana de domingo nos pedía algo. Quizás una pequeña aventura. Agarramos el coche sin rumbo fijo hacia la Sierra Oeste de la capital de España. Apenas en cuarenta minutos algo nos dijo que debíamos parar: cientos de montañeros, senderistas, excursiones, niños revoloteando… un paisaje estremecedor. Preparamos nuestra Camelback, un calzado de campo, unos prismáticos y nuestra ya inseparable cámara de fotos. Por delante un paisaje soleado, un recuerdo, siete picos y un mapa plagado de fuentes naturales, verdes praderas y sendas caprichosas. Comenzamos.
Decidimos antes de mover los pies realizar una ruta trazada sobre el mapa, y como en los mejores viajes, no cumplimos nuestras propias premisas, nos dejamos llevar por los sentidos, esos que casi nunca se equivocan, y si lo hacen, no se equivocan casi nunca. Comenzamos a andar, o mejor a ascender a través de la calzada romana que lleva a Santiago de Compostela –estamos a unos 600 kilómetros de la ciudad de los peregrinos. Este camino lo dejamos para otro día-, para luego desviarnos por un sendero pedregoso bajo el nombre de Camino Schmid. Una subida dura, muy dura. En apenas un kilómetro nos enfrentamos a un desnivel de unos 500 metros. Llegamos con el corazón en la mano, las piernas del color de la piedra, la nariz helada, pero con la ilusión del premio que estaba por llegar. Si hay algo impresionante en una ascensión es parar en su cima, respirar hondo y girarse a contemplar orgullosos el camino que hemos dejado atrás, recorrer nuestras propias huellas y sonreir, siempre sonreir. A partir de aquí todo fueron fotos y más fotos. La bienvenida nos la dieron miles de pinos haciendo reverencia, acebos, encinas, castaños y un sinfín de rocas que posaban coquetas a nuestro paso. Las fuentes y manantiales nos invitaron a un formidable día de cata… Una vez arriba recorrimos las bases de sus siete picos. En total, unos quince kilómetros de ruta entre caminos, veredas, senderos y placas de hielo. Miradores extraordinarios y frases talladas en la piedra para aderezar con un poco de fantasía nuestras miradas. Cerca de la pradera de Fuenfría un singular reloj de piedra –éste fue construido en homenaje a Francisco José Cela, premio Nobel de literatura- nos devolvió a la realidad. El tiempo había pasado y debíamos descender. La oscuridad es caprichosa por estos lares. Cuando llegamos abajo volvimos a mirar. Volvimos a recorrer con nuestras miradas la belleza que habíamos rozado con nuestras propias manos. Satisfechos pensamos, esto hay que contarlo, y así lo hacemos…
Con este relato va incluida una invitación. Viajeros del mundo, si os acercáis a disfrutar algún día del Madrid urbano, dejad un hueco para estos sueños. Yo os esperaré en el valle, deseoso de mostraros esta ruta. Un saludo a todos desde estas montañas, a las que prometo volver.
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