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Nick: ROPAVIEJA

Viajar es despegarte de tu mundo por un tiempo.

 YO ESTUVE ALLí

 Escribe el relato: Juan José Maicas Lamana

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Se ha desatado una tormenta y rompe a llover sobre la pista de tierra, un sendero que va cicatrizando el valle; algunas haciendas conforman el paisaje con una vistosa decoración exterior, cercana a la ostentación y que contrasta fuertemente con las cabañas de madera y tejados de cinc. Vamos ganando altura y la selva se adueña de todo, húmeda e impenetrable, sólo los recolectores de café ayudados por su machete que llevan ceñido al muslo de la pierna consiguen romper su virginidad. El río Magdalena corre desbocado, sin control con sus aguas turbulentas en busca del Pacífico. Unos pocos gamines (niños de la calle), semidesnudos, cubiertos de barro y con la mirada perdida, recogen los granos que se han escapado de un saco descosido sobre el sendero enlodado. EL Puracé, un volcán dormido domina el paisaje, majestuoso, dejándose ver desde todos los lugares. Asistimos a la lucha de la naturaleza por la supervivencia, ante el avance inevitable del desarrollo.

Llevo varios días viajando y estoy algo flácido, me alimento de comida enlatada y frutos secos. El avance se vuelve penoso. Ya está muriendo la tarde, cuando a lo lejos observo algo que me inquieta, justo donde convergen las orillas de la estrecha carretera; me quedo paralizado de puro miedo y desconcierto al percatarme de lo que se trata, en principio me parece que son miembros de la guerrilla, pero no, son militares armados hasta los dientes: ¿Qué hacen allí, en una zona que se supone controla la guerrilla? No me da tiempo a contestar la pregunta; la guagua había parado y los campesinos estaban bajando, van colocando a los hombres a un lado de la pista, a las mujeres en el otro, soy el único extranjero y me sitúan aparte, debajo de mí, una alfombra de barro y hojas, encima, árboles que se elevan hasta el cielo, las raíces que asoman de la tierra me hacen tropezar y casi caigo al suelo. Me han quebrantado el ánimo. Con un gusto agrio en la boca asistía enmudecido a las ordenes que dictaba el oficial ¡las manos a la espalda!, me grita uno de ellos a la vez que me separa las piernas en forma de uve, mientras registran mi mochila... Me aturden con una batería de preguntas que apenas me da tiempo a contestar: ¿Qué hacia allí?, ¿quién era?, ¿colaboras con la guerrilla? La fina lluvia de antes se ha convertido en una espesa cortina de agua; tengo que retirar por un momento las manos de mi espalda para enterrarlas sobre mis cabellos y así expulsar el agua acumulada en ellos, estoy totalmente mojado.

Todo se resolvió felizmente para mí. Aunque el susto me duró varios días. La rudimentaria guagua reemprendió su viaje con todos dentro. La pesadilla había pasado de momento.

Colombia atraviesa desde hace tiempo un mal sueño que la atormenta.

UN PAÍS ATORMENTADO

En la atmósfera se mezclaban los olores de la gasolina mal quemada y de las fritangas (tripas de vaca frita), que provenían de los innumerables puestos callejeros. El sol se estaba ocultando. Casi todos los días sobre esas horas me asaltaba un dolor de cabeza, una consecuencia del mal de altura, por algo estamos a más de dos mil metros.

En el interior del palacio presidencial, donde vive el máximo mandatario del país, en su patio central, se encuentra aparcado de forma permanente un helicóptero junto a una UVI móvil, por si fuera necesario utilizarlos ante un ataque de la guerrilla; en una ocasión estuvieron muy cerca de la residencia. En sus alrededores, los gamines (niños de la calle), se arman de palos para defenderse de secuestradores y justicieros más o menos oficiales. Las tascas se llenan de busconas tomando tinto (café sólo) o aguardiente, la bebida nacional. En las oscuras intersecciones de las calles se forman corrillos para traficar con el perico (cocaína), y otras sustancias. Ya es hora de ir en busca de mi hotel; la música de un vallenato se escapa de una cafetería cercana, en su puerta hay claveteado un cartel que alerta a los viandantes de posibles salteadores. El desprecio por la vida en este país es total. “Yo te tumbo, tú me tumbas”. El barrio donde se encuentra mi alojamiento no tiene alumbrado público, por lo que debo caminar por el centro de la calle; pasar cerca de los portales de las casas resulta algo peligroso, no ofrecen ninguna confianza. La suciedad y la miseria lo desborda todo. Nada más entrar en mi hotel, el portero me ofrece compañía femenina para pasar la noche, la rechazo, llevo acumuladas demasiadas emociones.

Estoy a punto de abandonar la ciudad y me dirijo al colectivo (pequeño autobús); en las cercanías de la estación acaban de desperezarse dos gamines que me piden algo de plata (dinero) para desayunar, Han pasado la noche tirados en la acera, solos, lejos de los grupos de pelados (adolescentes), que duermen juntos para autodefenderse de los escuadrones (matones pagados por los comerciantes para que eliminen a estos niños mendicantes de las puertas de sus negocios). Muchos de estos gamines cruzan la línea de la delincuencia, se amparán bajo el manto de una virgen o un santo cualquiera y armados de un fierro (pistola), se dedican al sicariato, a matar por encargo a cambio de una pequeña suma de dinero. Se organizan en pandillas muy jerarquizadas que se declaran la guerra continua con otros pandilleros, en una escalada de violencia sin fin y que está dejando demasiados muertos en las cunetas y barrancos. El Estado los ha abandonado, y la policía no se atreve a penetrar en sus poblados. Un día hacen de sicarios, otro, de mulas, traficando con cocaína; son menores y la justicia poco puede hacer para reprimirlos. Todavía más en un país sin justicia social. Algunos de estos niños adolescentes los he visto semidesnudos, sentados en el bordillo de una calle a punto de morir, ante la indiferencia de los transeúntes. Sin embargo, otros visten ropas de marca y lucen voluminosos colgantes de oro.

Sé que no estoy descubriendo nada nuevo. Lo que me duele es que mientras sucede todo esto, nuestra hipócrita sociedad mira para otro lado. Pocos de estos niños llegan a la mayoría de edad. Sólo en una pequeña ciudad que visité llevaban contabilizados más de trescientos jóvenes desaparecidos.

ZONA COCALERA

Los hombres descansan sentados en cuclillas mientras comen salchichas grasientas, con la mirada inexpresiva, alrededor de ellos se instalan pequeñas tiendas ofreciendo ropas de poliéster. Transito por una carretera sucia llena de baches, enseguida me tropiezo con un puente sobre un río a la salida de la ciudad, es muy caudaloso, va practicando una incisión desde el norte del país hasta su desembocadura, casi en el sur. Tanto la carretera como el río son vías utilizadas para el transporte de la coca, todavía sin manipular. De cuando en cuando me encuentro con alguna bicicleta portando abultados fardos de hoja de coca, también con algún autobús multicolor que no lo admitirían ni en un desguace.

Un libro de viajes que trata sobre lugares poco recomendables para viajar por ellos, incluye éste por el que me encuentro deambulando ahora. Quizás por eso haya venido hasta este lugar. Mi maltratado cuerpo se resiente cada vez que la rueda atraviesa un agujero, entonces, mi libreta salta por los aires, aprovecho estos momentos para escribir. Espero que no nos sorprenda algún bandido de los que habitan en la zona, no resistiría tanta emoción.

T. S. Eliot, afirma que la primera condición para comprender un país es olerlo, no le falta razón. Dentro del colectivo en el que viajo, se mezclan aromas de todo tipo: orines, frutas tropicales, animales de granja, creo que hasta del liquido amniótico de alguna mujer a punto de parir. El indio que va sentado a mi lado (vamos ubicados cuatro personas donde deberían ir sólo dos), me avisa que en la próxima parada debo apearme, le ofrezco un cigarrillo en agradecimiento y bajo a tierra firme. Un gran letrero me saluda: “La Plata”. Esta noche pernoctaré aquí antes de seguir viaje. La niebla que proviene del bosque me va calando, tengo mucho frío. Una señora oronda, algo madura me recibe con una sonrisa y me enseña la habitación forrada de madera despintada. Me derrumbo en la cama, embriagado por todo lo que estoy conociendo. Afuera la muchedumbre bulle en el mercado, están en lo más bajo de la marginalidad.

SELVA DEL CHOCO

Estaba decidido a convencerme y lo consiguió. Mi sentido común me impedía subir a esa barca, había muchas razones que me hacia pensar así: el lugar era de los más inseguros, llovía, el propietario de la embarcación no me inspiraba ninguna confianza, ¿por qué insistía tanto? Dejando aparte que necesitaba el dinero. No podía marcharme de allí sin conocer, aunque fuera parcialmente, aquellos manglares y la selva húmeda más apreciada del mundo, principalmente por su biodiversidad, también la más desconocida y peligrosa: la población de guerrilleros iguala a la de mosquitos.

Hace de frontera natural entre dos países, sin embargo no existen vías de comunicación entre ellos, salvo algunos senderos embarrados e impenetrables, infectados de paramilitares; los ríos hacen las veces de carreteras. Los indígenas que la habitan evitan al hombre blanco y su progreso; su resistencia es fuerte, la Tierra (la pachamama), es su madre porque les da todo lo necesario para vivir. Sin embargo desprecian los tesoros que alberga en sus intimidades, como las esmeraldas, el uranio, el gas o el petróleo: objetivo principal para las transnacionales que la están invadiendo poco a poco.

La incursión resultó ser tranquila, sin incidentes importantes, bueno, mi cámara fotográfica se atascó. Pero todo lo que pude ver en ese lugar único, sin exagerar nada, quedó grabado en mi retina para siempre. En sus laberínticos manglares pegados a la costa revolotean bandadas de aves multicolores entre los árboles de una gran envergadura, ennegrecidos por la humedad, repletos de líquenes y musgo, de envidiada madera noble, de ellos cuelgan lianas sin fin, listas para trepar por ellas. La tierra rezuma agua por todas partes; las guaduas son del grosor de mi pierna.

Ahora lejos de allí, recuerdo los momentos que viví en ese paraje sin igual. Intento hacer un seguimiento de lo que acontece en la zona. Los indios están resistiendo; las multinacionales cada vez tienen más problemas para arrancarle a la Tierra sus tesoros. Las distintas guerrillas no permiten que el asfalto penetre en forma de carretera, ese sería su final. Hasta los viajeros más intrépidos evitan cruzarla, para cruzar de un país a otro, lo suelen hacer por vía marítima pagando precios desorbitados. Sólo algunos misioneros y atrevidos cooperantes se la juegan día a día, pisando sus tierras vírgenes. El que la conoce queda prendado para siempre.

LOS INDIOS Y LAS MONTAÑAS

Los rayos del sol están calentando los tejados construidos con ramas de palma y helechos; mientras, observo a las seductoras ceibas, las verticales guaduas y a los loros sobrevolando el valle en bandadas.

Los indígenas caminan por las estrechas calles del poblado, ataviados con sus vestimentas tradicionales y transportando mercancías multicolores. Me tienen el corazón eclipsado, estamos en deuda con ellos, les enseñamos el miedo y les llevemos la tristeza.

Un niño, sujeta firmemente el hilo de su barrilete, azotado violentamente por el viento que desciende por las laderas de las montañas, éstas ofrecen un espectacular panorama, un increíble escaparate de insultante y serena belleza, son hermosas, orgullosas. Sus caminos vírgenes, sus cráteres volcánicos, sus lianas selváticas sobre los arroyos cantarines y los cantos rodados. Todo dentro de un silencio, el de los grandes espacios.

Pero también son amenazadoras, peligrosas. Los indios las conocen bien y las respetan, son su fuente de vida, de muchos recursos. Les rinden debida pleitesía para garantizar su supervivencia. Son su desvelo, tragedias y fortuna.

Las he visto reflejándose en la lámina de agua del lago Atitlan. Protegiendo el curso del río Magdalena en su imparable camino hacia el océano. Dando cobijo a los indios insurgentes de las Tierras Altas de Chiapas. Escupiendo lava en el Parque Nacional del Puracé en Colombia. Alimentando ríos de escaso recorrido pero muy caudalosos en Sierra Maestra. Al Pacaya proyectando su sombra a la ciudad de Antigua, desafiándola, amenazándola con una nueva catástrofe. Al Nevado del Ruiz, dando sepultura natural a miles de ciudadanos de Armedo. Al Orizaba, con sus nieves perpetuas y el título de la montaña más alta de México. Otras custodiando ruinas y tesoros de los antiguos Mayas e Incas. Y así muchas, muchas más, en total simbiosis con sus habitantes, los indígenas.


SELVA HÚMEDA

Arroyos cantarines, brotando de las guaduas.

Como escenario, una tempestad de verdes montañas.

Flores multicolores en plena explosión.

Mil aves de colorines, de mil formas diferentes.

Naturaleza exótica, insultante.

Aguas turbulentas despedazando la vida

Ríos caóticos, asesinos.

Naturaleza despiadada.

Chozas con tejados de cinc.

Miles de pies descalzos, caminando sobre aguas fecales y lagos cenagosos.


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OPINIONESYO ESTUVE ALLí

  •  amanda escribi el 20/4/2010:
  • - Me gustó mucho este relato, pero tengo algunas dudas que me gustaría conocer, como hace cuánto estuviste viajando por Colombia? ¿de donde vienes? Porqué decidiste venir a Colombia? ¿cuánto tiempo de quedaste?


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